Mi padre era un hombre corpulento y con gesto serio. Caía bien a todo el mundo por su humor ácido y su forma irónica de afrontar cada situación. Era cariñoso a su manera, que es la forma sutil que tuvimos siempre de decir que era bastante distante pero cuando se acordaba nos daba unos mimitos a mi hermana y a mí para calmar su conciencia. Pasaba la vida de viaje en viaje, llamaba poco porque las llamadas internacionales antes de la llegada de whatsapp eran prohibitivas (por eso y porque realmente tenía poco que decirnos) y cuando volvía era una fiesta. En cada cumpleaños hacía esa broma (por teléfono, ya que no recuerdo que estuviera nunca) de preguntar cuántos cumplíamos y siempre fingía sorprenderse de lo mayores que nos estábamos haciendo sin que él se diera cuenta.

Siempre lo admiré mucho, era perseverante con sus sueños, era un hombre muy inteligente que sabía buscarse la vida como podía, que estaba siempre dispuesto a aprender y a recoger nuevos conocimientos de donde aparecieran.

Era un entusiasta de los idiomas y de conocer diferentes culturas. A mí siempre me había parecido un gran ejemplo a seguir. Mi madre, mientras él no estaba, lidiaba no sólo con la crianza de dos niñas inquietas, también con las facturas que no siempre se podían pagar a tiempo, con las citas médicas, los virus, las llamadas del colegio, las actividades extraescolares y, por supuesto, su trabajo. Siempre me llamó la atención que nunca quedase con sus amigas a las que siempre les decía “un día de estos os llamo”, pero ese día nunca llegaba. Jamás se tomaba un momento para sí misma, siempre era la casa, nosotras y avisar a papá del cumpleaños de tal primo, de que se acordase de renovar el pasaporte, que debía volver pronto para que ella le programase las citas de revisión con el médico… Realmente era como una secretaria a tiempo completo.  

Llegaba cada mucho tiempo cargado de aventuras que contar (que contarle a otros, porque no debían de ser adaptadas a nuestras edades) y con los bolsillos más vacíos de lo que mi madre esperaba. Se sentaba en el sofá por las noches y nos llamaba para que nos acomodásemos en sus piernas, aunque ya hacía mucho que no teníamos edad para eso, y nos hablaba de la importancia de la familia, del apoyo que debíamos brindarnos entre nosotros siempre, de forma incondicional, porque no había nada más grande en el mundo que el amor que nos teníamos. Siempre tenía alguna lección que enseñarnos, nos transmitía unos valores férreos e inamovibles. La lealtad, el respeto, la familia… Nosotras, aún siendo ya mayores, seguíamos escuchando aquellas palabras que salían de una boca cada vez más arrugada, que empezaba a repetirse sin darse cuenta y perdía ya el hilo de lo que contaba.

En uno de esos viajes que ocupaban su vida, falleció. Esas revisiones con el cardiólogo que mi madre debía posponer porque le cuadraban mal con alguna aventura, eran más necesarias de lo que él quería creer y finalmente su corazón no pudo más y se paró. Mi madre, inconsolable por la pérdida del amor de su vida, nos decía que en un corazón humano no podía caber tanto amor como él tenía.

Fue duro ver como nuestro día a día no cambiaba en absoluto después de una desgracia de tamaña envergadura. Nos sentíamos desoladas, pero estábamos juntas, las tres, y siempre nos tendríamos para lo que necesitáramos. El tiempo fue pasando y, al llegar el segundo aniversario de su pérdida, nos reunimos con familiares y amigos para homenajearlo. En esa reunión hablamos con mucha gente a la que apenas habíamos visto un par de veces pero que conocían a mi padre mucho mejor que yo. Todos ellos nos decían lo orgulloso que estaba de nosotras y la belleza que habíamos heredado claramente de nuestra madre. 

Ese día llegué a mi casa revuelta. No físicamente sino por dentro. Sentía las bases de mi vida tambalearse. Realmente lo único de lo que mi padre podía presumir de nosotras era de nuestro rostro angelical, porque el resto de nosotras no lo conocía. Parecía gracioso cuando fingía no saber nuestra edad, pero realmente no lo sabía. Las llamadas de cumpleaños se cargaban a la factura de mi madre, ya que él jamás recordó una sola fecha especial para nosotras. Nos hablaba siempre de la familia, pero no sabía nada de la suya, jamás había formado parte de ella. Se iba lejos en busca de negocios que nos dieran la solución para llevar la vida que merecíamos, pero siempre acababa enviando mi madre algo de dinero para que él pudiera volver.

Fue ese día cuando me di cuenta de que llevaba una vida entera admirando a la persona equivocada. Mi madre llevaba sonriente el peso de muchas vidas encima sin pestañear. Mi madre escuchaba a mi padre hablarnos de cuánto debíamos apoyarnos entre nosotras cuando él jamás la había apoyado a ella en nada.

Me enfadé mucho, miré al techo de mi salón como una metáfora del cielo en el que todo el mundo decía que debía estar y lloré sabiendo que no había perdido a un padre, había perdido la ilusión de un padre que nunca existió.

Días más tarde nos juntamos las tres para comer y yo no pude evitar contarles todo lo que había estado pensando desde el día del homenaje. Mi hermana mayor me miró orgullosa “al fin te das cuenta”. Mi madre agachó la cabeza avergonzada, una vez más, por algo que a ella no le correspondía sentir vergüenza. La abracé y le pedí perdón por todas esas disputas adolescentes que habíamos tenido y que ahora veía como una piedra más en el duro camino que llevaba andado.
Hoy, 10 años después de aquella reunión, miro a mi hijo mientras le hablo de amor, de familia… y de lo importante que es estar presente y apoyar de verdad a quienes queremos. Hoy le hablo también de su abuelo aventurero que buscaba un tesoro perdido sin saber que el cofre lo aguardaba en casa.

Luna Purple