Me llamo Catalina y sufrí violencia obstétrica

Di a luz a mi segundo hijo a finales de julio de 2020. Fue un embarazo deseado y bien logrado, que llegó a la semana 40 sin mayores indicios de que la bendición quisiera salir a conocer el mundo.

Llevaba todo el embarazo soñando con tener un VBAC (parto vaginal después de cesárea), y aunque iba preparada para defender mi voluntad, después de hacerme monitores de rigor y confirmar que la bendición estaba a años luz de querer salir, mi Obstetra me aseguró que lo mejor era hacer una cesárea. No le tenía miedo a la cirugía, ni a la recuperación. Todo aquello ya lo había vivido una vez. Solo quería darle a mi cuerpo la posibilidad de parir vaginalmente. Insistí en esperar una semana, pero me dejaron claro que dado el pico de pandemia en el que estábamos “me lo desaconsejaban médicamente”.

La cesárea se programó bastantes horas más tarde, y a pesar de haber pasado el día sola (por protocolos Covid) tuve la suerte de estar con mi marido en el momento del parto/cirugía. Fue él quien, en los días posteriores al parto y tratando de darle sentido al dolor, me confesó lo extraño que le resultó ver como empujaban con fuerza y hacia los lados un aparato para tratar de ajustarlo dentro de mi. No tengo idea de a qué aparato se refería mi marido, (quizás haya alucinado un poco) pero si recuerdo estar en la camilla y ver como mi cuerpo se zarandeaba con fuerza de un lado al otro. Duró poco tiempo, pero lo suficiente para recordarlo.

El meneado perturbador de la camilla no lo viví en mi primera cesárea, así como tampoco el masaje del terror que me proporcionaron a continuación. Unos minutos después de salir del quirófano, una enfermera se acercó para decirme que “por praxis” debía hacerme un masaje para expulsar los coágulos que podrían formarse en mi vientre. Entiendo que los coágulos pueden atascarse y traer graves consecuencias, pero en la mayoría de los casos y con el adecuado inicio de la lactancia, el vientre se contrae expulsándolos de forma natural.

Sin embargo, ni corta ni perezosa la enfermera comenzó a hacerme presión con mucha fuerza para “ayudarme con eso”.

Recordemos que lo mío no fue un parto vaginal, sino a través de cesárea y por tanto tenía una herida fresca y bastante considerable. Cada vez que lo pienso recuerdo que, a pesar de tener aún la anestesia vigente, durante el masaje yo gritaba y lloraba, mientras mi marido sostenía al bebé.


Esa fue la primera vez que probé ese dolor siniestro que invadió todas las células de mi cuerpo, y que apareció de nuevo en el posparto, cada día, durante 40 días. Me costó meses reconocer mi segundo parto por cesárea como un episodio de violencia obstétrica, pero estoy convencida de que para sanar era necesario reconocerlo.

Recuerdo ir caminando a tumbos por la casa, apoyándome de las esquinas para no sucumbir al dolor. O considerar irme gateando al baño porque caminar era inviable.

La violencia obstétrica continuó cuando, estando completamente rota de dolor, pedí ayuda por email a mi Obstetra. Quizás podría revisarme en su consultorio, o recetarme un analgésico más fuerte. Pero no. Mi herida no tenía signos de infección, así que ella solo sugirió que debía ingresar por urgencias para recibir analgésicos por vía intravenosa, en pleno pico de pandemia y dejando mi recién nacido en casa.

La violencia es siempre violencia y está mal. Pero encuentro la necesidad de hablar de la violencia obstétrica, recordando sobre todo que estos episodios suceden cuando las mujeres nos encontramos particularmente indefensas, -no sólo durante o después de un parto, sino también cuando nos desnudamos y nos recostamos en una camilla para someternos a un examen de rutina. En estas situaciones de indefensión, confiamos plenamente en la persona que tenemos delante. Llevamos mucho tiempo acostumbrándonos a la violencia, ya va siendo hora de insistir, hasta que la dignidad se haga costumbre.


No tuve oportunidad de contar con una Doula que me acompañara en ese momento. Aconsejo plenamente contar con un apoyo adicional cuando vas a parir, más en un tiempo pandémico como el que nos atraviesa. 

En mi caso comencé a superar el dolor crónico cuando decidí dejar de luchar contra él. Mi cuerpo estaba herido, no por haber parido, sino por haber sufrido un episodio de maltrato sin precedentes. Como pude abracé ese dolor y lo hice mi amigo, porque era la evidencia de que mi cuerpo necesitaba tiempo y cariño.

Tuve dolores ocasionales en la pelvis durante un año, cuando me sentaba en el piso a jugar con mis hijos o, queridas, cuando abría las piernas. Si, leyeron bien, cuando abría las piernas.

Antes les dije que no tuve Doula, pero no es cierto, mentí. Mi Doula fue mi madre, que me ayudó a superar la crisis con las flores de caléndula que crecen en su jardín, y la compañía de mi marido que jamás puso en duda el sufrimiento que viví.

Cheetara