Cuando empecé a salir con mi marido pensaba que lo nuestro sería algo pasajero, que no íbamos a llegar muy lejos. No porque no me gustara, sino porque proveníamos de entornos totalmente diferentes. La mía era una familia humilde y trabajadora, la suya… pues adinerada y pija a más no poder. Vamos, como diría mi hija, yo era muy de calle y él era un Cayetano.

Reconozco que tenía muchos prejuicios e ideas preconcebidas sobre cómo debían de ser sus familiares y amigos, y sobre lo que pensarían todos cuando se enterasen de que el chaval quería tener algo serio con alguien tan de barrio como yo. Mi tendencia al drama y a hacerme películas siempre ha estado ahí. Porque la verdad es que, en general y salvo por un par de excepciones, me llevé un zasca tras otro. Los rancios abolengos y las cifras de las cuentas bancarias de nuestras familias no supusieron un problema para que nuestra relación siguiera adelante. Formalizamos la relación, nos casamos y, un tiempo después, tuvimos una hija que se crio en ese punto intermedio que habíamos alcanzado su padre y yo.

No tuvimos ningún conflicto relevante hasta que nos pusimos a elegir cole para la niña. Yo quería el colegio público más cercano. Él uno privado que estaba a casi media hora de coche. Al final nos decidimos por uno que más o menos nos complacía a los dos. Un concertado pequeño y muy familiar situado en nuestra zona. En esa escuela solo se cursaba primaria, por lo que tendríamos un segundo round cuando la niña llegase a sexto y tuviéramos que elegir el centro en el que cursaría la secundaria. Y cuando llegó el momento, se lio.

Por lo visto, mi marido con la edad olvidó todo lo que me había contado a mí cuando éramos más jovencitos. Así como el rencor que les guardaba a sus padres por haberle enviado lejos prácticamente toda su adolescencia. Cómo explicar, si no, que me planteara siquiera la opción del matricular a nuestra hija en el mismo colegio en el que había estudiado él. Él y su hermana y no sé cuántos de los hijos de los amigos de sus padres.

Bueno, pues no. Los dos habíamos transigido muchas cosas, pero yo por ahí no iba a pasar. Me negué a mandar a mi hija a un internado. No, no y no.

A mí me daba igual el positivísimo impacto en su formación, lo que lucía en el currículum, lo que la experiencia la preparara para la vida, las amistades que trabaría ni la autonomía que adquiriría ni nada de lo que me decían. Porque sobre este tema todo el mundo consideró opinar. En especial mis suegros. Menudo follón se montó. Mi marido y yo discutimos como nunca, en gran parte debido a la presión de su familia. Aunque también por la niña, a la que su padre le pidió opinión directa, creo que pensando que su respuesta sería un rotundo sí. Y fue un no como una catedral. Supongo que es lo que obtienes si le preguntas a una cría de esa edad si se quiere ir a vivir a una residencia, lejos de sus padres y de sus amigos toda la semana. Que se cierra en banda, se siente incluso atacada y abandonada. O eso fue lo que le pasó a la nuestra.

Total, fueron unos meses bien moviditos que por poco nos llevan al divorcio y a que mi hija le retirara la palabra a todo el mundo menos a mí. Además de que provocaron unas tensiones familiares que nunca habían estado ahí y que ya no sé si se irán del todo. Porque, le pese a quien le pese, mi hija no se fue al internado.

 

Anónimo

 

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