Me quedé embarazada sin desearlo, por accidente, tomaba la píldora, pero después de pasar por una gastroenteritis, las pastillas fallaron. Cuando dejé de tener la regla lo atribuí al estrés, no le di importancia hasta que, literalmente, ya fue demasiado tarde para abortar. 

Yo no quería ser madre, al menos no en ese momento, pero me tocó apechugar y ajustar mi vida a los cambios que venían. Mi marido, en cambio, estaba feliz con la noticia. Mientras yo andaba entre deprimida y enfadada, él me hablaba de lo felices que íbamos a ser, me intentaba convencer de que mi vida no iba a cambiar tanto y hacía muchos planes. 

Pronto esos mensajes positivos pasaron a ser reproches. Me empezó a recriminar estar siempre triste o tener una visión pesimista de la maternidad. Me decía que sentía que él era el único que tiraba del carro y llegó a insinuar que sería mala madre.

Ya teníamos muchos problemas antes de que naciera mi hija, pero para más inri, llegó la pandemia. 

Tuve que parir con mascarilla, aislada, con todo el mundo muy preocupado ante la novedad del virus y con una atención bastante fría. No fue agradable, pero la niña vino sana y cuando pudimos estar con ella, todo pareció ponerse en su sitio. 

No fue amor a primera vista, tardé unos días más y coincidió con que me subió la leche. La lactancia me reguló muchísimo y pasé a ser una con mi hija. Recuerdo esos primeros momentos con mucha felicidad y ternura. Ahí entendí todo lo que contaban sobre la maternidad y en cuanto estuvimos unos días en casa, empecé a entender mucho más. 

Estábamos encerrados con un bebé recién nacido, con todo el estrés que eso conllevaba. Con dificultad para salir a comprar, salir a respirar un poco o, simplemente, perdernos de vista. 

Estando yo recién parida, no tenía ganas de nada, solo de estar con mi bebé, y mi marido, don felicidad familiar, se convirtió en un pegote. Después de todos los discursos, de todas las discusiones y de todas las insinuaciones, ahora que estábamos los tres en casa, de repente, no sabía hacer nada. 

Todo se le hacía un mundo, había que pedirle las cosas más básicas y casi siempre todo acababa en gritos. La situación se fue tensando y fue tan estresante que, cuando nuestra hija tenía un mes, decidimos que lo mejor era que él se fuera a casa de su hermano. 

La familia se me echó encima, como si no fuera cosa de los dos o no fuéramos adultos que podemos decidir lo que nos venga en gana. Di las gracias de que no pudieran venir a casa a molestarme. Solo tuve que poner el teléfono en modo avión y me dediqué a estar por mi bebé, que al tener que hacerlo yo sola, me ocupaba muchísimo tiempo y energía. 

El tiempo pasó rapidísimo y para cuando la situación de la pandemia se normalizó, ya había demasiado rencor como para arreglar nada. Él se había establecido en su vida de padre soltero con su hermano y yo me había hecho a organizarlo todo sola. Él me pasaba una buena paga para la manutención y a la que empecé a trabajar, nos cuadramos entre los dos para estar con ella. 

Ninguno pensábamos que aquello fuese a cambiar, aunque es cierto que tampoco estuvimos con nadie más hasta que, hace unos meses, celebramos su cumpleaños nosotros tres solos, en familia.

Todo el proceso, desde la cena, el baño y acostar a la niña, fue maravilloso. Por primera vez en muchísimo tiempo, conectamos. Los dos nos pedimos disculpas por todo lo que habíamos hecho mal y nos pasamos la noche abrazados. Él me dijo que nos echaba de menos, a la peque y a mí, y que le gustaría empezar a pasar algunas noches en casa, como parecía que todo iba bien, acepté. 

De esto ya casi medio año y no podemos estar más felices. De pasar unas noches, pasó a venir semanas enteras y finalmente, a mudarse de nuevo. En ese momento resurgieron viejas discusiones y problemas, pero las hemos afrontado con otra actitud y decidimos ir cada quince días a terapia de pareja, que nos está ayudando muchísimo. 

Ahora me doy cuenta de que la maternidad se me quedó muy grande, la noticia me dejó en shock y el miedo me hizo atacar a mi entorno y en cierto modo, culparle a él. Eso, sumado al rencor que yo le fui cogiendo y que la paternidad a él también le daba miedo y se le hizo grande una vez llegó la bebé, fue un cóctel horroroso. Nos faltó mucha comunicación y mucha empatía, cosas que ahora estamos trabajando poco a poco para mejorar. 

Por supuesto, nos tuvimos que enfrentar a muchos comentarios por ambas partes. Algunos diciendo que yo era una loca desquiciada que le iba a volver a hacer lo mismo y otros diciéndome que él era un mal padre y que nunca iba a cambiar, pero por suerte hemos podido encontrar el equilibrio y en nuestro caso, las segundas partes sí fueron buenas. 

Es cierto que llevamos así poco tiempo, pero pinta bien. Así que os animo a todos y todas a que, si veis voluntad, voluntad de verdad, le deis una segunda oportunidad.  

Todas podemos tener una etapa complicada en la que no somos nuestra mejor versión, y no merece la pena romper todo lo que habíamos construido cuando ni si quiera sabemos qué nos pasa. Aunque tampoco me arrepiento de actuar como hice, porqué creo que si no hubiéramos acabado peor. 

En definitiva, haced caso a vuestro instinto en todo momento y no os juzguéis por lo que sentís o pensáis. 

 

Anónimo

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