Cuando pensamos en una boda solemos pensar en un día emocionante, repleto de alegría, de amor, de buenos sentimientos, en ocasiones de reencuentros y, sobre todo, de agradecimiento. Así al menos lo había planeado yo cuando mi pareja, al que había conocido apenas un año atrás, me propuso matrimonio.

Adrián y yo nos habíamos conocido en un momento bastante duro para mí. Había estado saliendo con mi novio de toda la vida hasta que sus celos enfermizos y una supuesta infidelidad me hicieron explotar del todo. Pasé más de 12 años dependiendo de sus ganas de hacer o no planes, pensando en un futuro como estaba establecido pero envidiando por completo a todas esas parejas en las que realmente se ve conexión. Él alegaba que siempre estaba cansado por su trabajo, yo trabajaba y además tiraba del carro de aquella relación buscando siempre un resquicio de felicidad. Y todo para un buen día enterarme de que se estaba viendo con otra persona.

Y a pesar de que al principio preferí no creer nada, desde aquel día las cosas fueron a peor. Empecé a entender su continuo rechazo a mi persona, comprendí ese cansancio acumulado y decidí comenzar a hacer mi vida sin depender de lo que él opinase. Claro que en sus planes lo que no entraba era que yo optase por entrar, salir y disfrutar por mi cuenta. Cuando sus celos se sumaron a la ecuación me planté, de alguna manera podía o no fiarme de que su aventura fuese real, pero no le iba a consentir que me encerrase en aquella casa mientras él hacía su vida.

Solo dos meses después de dejarlo con aquel seño al que ya ni reconocía fue cuando Adrián apareció en escena. Nos conocimos en el trabajo, después de que a él lo trasladaran a mi departamento desde otra oficina. En seguida hubo conexión y de alguna forma el pasar el día codo con codo intensificó mucho más las cosas. Él además estaba solo en la ciudad y quedábamos muy a menudo, al principio como meros compañeros, después como amigos y al final, de alguna manera, para tontear más de la cuenta.

En mi familia nunca entendieron cómo después de 12 años atada al que había sido mi novio en tan solo un par de meses mi corazón ya estuviese listo para volver a enamorarse. Lo pensé muchas veces, nadie lo comprendía aunque yo lo único que estaba haciendo era dejarme llevar por lo que me apetecía. Frené en varias ocasiones buscando una explicación a todo lo que estaba sintiendo. Pero al final omití toda opinión ajena y empecé en serio con Adrián.

Tuve que soportar preguntas de lo más indiscreto, comentarios fuera de lugar que ponían a mi novio de clavo que saca a otro clavo e incluso el escuchar a mi madre diciendo que me había vuelto loca y que la familia me consideraba ya una pelandrusca. Lo positivo de todo esto fue que Adrián supo entenderme y hacer oídos sordos a cualquier comentario malintencionado. En alguna quedada familiar él se dedicaba a sonreír y a unirse a las personas que sabíamos que respetaban por completo lo nuestro, a los demás les enseñaba los dientes muy educado, demostrándome que realmente me quería y que lo que pensaran los demás era lo de menos.

El día de nuestro primer aniversario Adrián me citó en uno de nuestros restaurantes preferidos. Había planeado con el dueño del local una sorpresa increíble en la que, antes de terminar la cena, lo pude ver arrodillado ante mí mientras sonaba una de mis canciones preferidas. Ñoño o no, fue el momento más bonito de toda mi vida. Y entonces nos pusimos a planear la boda, para ese mismo verano, apenas unos meses para crear el día más bonito para nosotros.

Incluimos en la lista de invitados a familiares y amigos, y aunque Adrián no tuvo problema para filtrar su listado, yo lo tuve algo más difícil. En 12 años de mi anterior relación había compartido muchos amigos con el que había sido mi pareja, y al terminar, algunos de ellos habían decido posicionarse a favor de él poniéndome a mí como una bruja sin corazón. El problema era que algunos de esos señores eran por entonces pareja de algunas de mis mejores amigas. ¿Cómo solucionar aquello? ¿No las invitaba? Adrián me vio muyu agobiada durante varios días y después de sopesarlo mucho me animó a pasar de todo y a enviar las invitaciones pensando en mis amigas. ¿Qué más daría lo que pensaran ellos? La educación por encima de todo.

Y así llegó el día B. En mi familia, después de escuchar alguna que otra barbaridad, parecían dispuestos a entender que lo mío con Adrián era real y que nada importaba lo que hubiera sucedido en mi anterior relación. Todo empezó fenomenal, como cualquier boda de ensueño. Mis padres se emocionaron al verme preparada para salir hacia la iglesia, mi hermana lloró como una magdalena mientras los fotógrafos nos flasheaban sin parar, y mis sobrinas pequeñas parecían dos preciosas hadas diminutas en sus vestiditos.

La ceremonia y el inicio del banquete fueron todo lo que pude esperar. Adrián estaba guapísimo, y toda su familia, a la que ya conocía desde hacía unos meses, había viajado más de 800 kilómetros para acompañarnos en nuestro gran día. Mi suegra me abrazó al salir de la iglesia y me dijo al oído que no me podría hacer una idea de lo agradecida que estaba porque yo hiciera tan feliz a su hijo. Las que os hayáis casado podréis imaginar cómo me sentí en aquel momento, pletórica.

Lo turbio de esta historia comienza un par de horas después de haber comenzado el cóctel de bienvenida en el precioso hotel donde se celebraba la boda. Era un día de verano muy caluroso y parecía que la bebida baja mucho más rápido de lo normal. Como novia me dediqué a pasar un rato aquí y allá, saludando a los invitados y bebiendo a sorbitos de la copa que Adrián llevaba en la mano.

De repente nos acercamos a la zona donde mis amigos daban buena cuenta del grifo de cerveza y del vermout. Mis amigas se unieron a mí felices, abrazándome y comentando la bonita ceremonia. Yo miraba de reojo a algunas de sus parejas, que ya empezaban a estar notablemente borrachos. Una de mis mejores amigas debió ver mi preocupación en mi cara porque en seguida vino a mí para decirme que no debía preocuparme, que ellas se encargarían de que aquello no se desmadrara.

A mí el desmadre me daba igual, no era la primera ni la última boda en la que un grupo se emborracha y termina en la piscina con traje y todo. Lo que más me preocupaba era que ya había escuchado algún comentario salido de todo diciendo que aquello era todo una pantomima para darle en las narices a mi ex, y por ahí no iba a pasar.

Empezó la comida y continuamos disfrutando, pero yo no quitaba ojo de la mesa de mis amigas, donde estos chicos ya empezaban a levantar la voz más de la cuenta. Seguían bebiendo y envalentonándose y a mí me hervía mucho la sangre. Todavía no habíamos empezado el segundo plato cuando en todo el comedor se escuchó una voz muy fuerte haciendo un brindis en nombre de mi ex novio. Seguidamente una de mis amigas lo mandó callar pero allí se levantaron varios de aquellos hombretones para brindar sin que el resto de invitados entendiese nada.

Me levanté de la mesa y me acerqué a ellos para darles un primer y último aviso. No iba a consentir que aquello pasase en mi boda. Aquel señor no tenía por qué tener un hueco en mi día con Adrián. Y lejos de disculparse o sentir un poco de vergüenza por lo que acababan de hacer, dos de ellos se empezaron a reír de mí en mi cara pidiéndome, encima, que dejase de ser una puta falsa. Adrián se había mantenido al margen hasta aquel instante en el que se acercó a los chicos e intentando que nadie más lo escuchase les pidió que saliesen un rato al jardín a tomar el aire.

Terminamos todos fuera, mientras el resto de invitados continuaban con el banquete. Mis padres también nos habían seguido, así como mi hermana y mi cuñado. La familia de Adrián no entendía nada, fue un momento terrible. Entonces se desató el caos absoluto. Los defensores de mi ex se vinieron arriba y empezaron a soltar barbaridades sobre mi relación con aquel hombre, incluso me llamaron puta y dieron por hecho que me estaba casando con Adrián por despecho. Compararon a Adrián con su amigo, las tonterías se sucedían una tras otra mientras Adrián y yo les pedíamos que se largasen de la boda, que ya no los queríamos allí. Pero no había manera. Mi padre también se unió y propinó un empujón a uno de ellos que desencadenó una pelea horrible. Eran como 6 señores lanzando puños al aire, tirando del pelo y gritando barbaridades sin sentido.

El hotel llamó a la policía, por supuesto, y una hora más tarde mi boda de ensueño había terminado. Cejas partidas, moratones, dientes rotos… Fue una pesadilla auténtica y yo no sabía si llorar de la pena o de la rabia. Mi depresión fue tal que anulamos la noche de bodas en la habitación de lujo que teníamos reservada y aunque nos fuimos de luna de miel, no la viví con la misma alegría pensando en cómo había terminado la cara de mi padre después de aquella paliza.

Ahora entenderéis por qué no guardo un grato recuerdo de mi boda, aquella que empezó como la seda pero que terminó como una batalla campal horrible. Han pasado tres años desde entonces y Adrián y yo continuamos siendo felices, pero con esa espina por celebrar como nos hubiésemos merecido. No hace muchos días mi marido se acercó a mí y me propuso poder tener esa fiesta que no vivimos cuando tocaba. Solo familia y nuestros amigos de verdad, en un sitio bonito, que signifique ya algo para nosotros. Me pareció una idea perfecta, aunque sé que mi familia quizás lo considerará una tontería. Además, ¿qué mejor momento para hacerles saber que Adrián y yo estamos embarazados?

Anónimo

 

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