Mi cuñado es el típico cuñado de las pelis españolas. El catedrático que da lecciones. El que cuando toma una decisión es la mejor; sin embargo, siempre cuestionará la que tomes tú. Ha cambiado de trabajo en mil ocasiones, pero termina aburrido de los horarios, de las distancias o del sueldo. En un mismo puesto dura lo justo para luego poder cobrar el paro durante unos meses. Cuando se queda sin paro ni ayudas, vuelve a la rueda laboral para seguir quejándose del sistema.

Además, es bastante machista. Mi hermana es una persona bastante manipulable. Sé que ese aspecto de su personalidad no es culpa de mi cuñado, pero él lo sabe y se aprovecha con alevosía. Por ejemplo, él no soporta que ella trabaje fuera de casa. En más de una ocasión, ha compartido sus ideales: “La mujer en casa con los niños”, “Las únicas puertas que hay que abrir a las mujeres son las de la cocina y el dormitorio”. Burradas varias que tilda de bromas, pese al mal gusto.

Ahora le ha dado por meterse en política. Empezó repartiendo flyers y yendo de interventor a las elecciones a cambio de un bocadillo. A, a día de hoy, ya gana un sueldito. Nimio e insignificante, según confiesa mi hermana cada vez que le pide dinero a mis padres para llegar a final de mes, pero a él se le llena la boca presumiendo de su cargo político.

Ataca a los vulnerables

Quizá me decís que mi hermana es mayorcita y si se deja manipular es cosa suya. Estoy de acuerdo. No obstante, también dice mucho de mi cuñado. Ahí donde ve a una persona débil y vulnerable, va. Lo he visto con mis padres.

Mis padres, sus suegros, son octogenarios. Apenas salen de casa, ni les apetece ni se sienten con fuerzas. Para más inri, hace un par de meses, mi madre sufrió una caída en la ducha y se ha pasado semanas en cama. En las últimas elecciones municipales y autonómicas, ella no podía ir a votar; mi padre, por empatía o pereza, tampoco. De esta manera, mi cuñado les tramitó el voto por correo. Pensé que sería un acto de solidaridad, sin ánimo de lucro, pero… ¡qué va! En cuanto llegó el sobre a casa, les dio un mitin político de una hora comiéndoles la olla: “Yo estoy metido en política, sé de lo que hablo” es su único argumento. Con toda su cara dura, les metió los votos de la organización en la que milita, fotocopió sus DNI y les hizo firmar un modelo de autorización para poder entregar el voto en Correos en su nombre. Lo que parecía ser un gesto desinteresado, terminó sumándole dos votos a su formación.

“Papá, mamá, ¿votasteis lo que queríais?”, les pregunté. “No, pero es que tu cuñado está tan emocionado con la política que nos parecía bien apoyarle”, me respondió mi madre. “¿Sabes que has votado lo contrario a lo que siempre has defendido?”, insistí. “¿Y cómo le dices que no?”, se defendía mi padre.

Intervención

Es posible que, una vez más, consideréis que no es de mi incumbencia lo que mis padres hayan votado ni sus motivos; pero, en este caso, no estoy de acuerdo. No han tomado la decisión de manera libre. Se han visto sometidos, con 80 años, a la manipulación, coacción y el chantaje emocional de una persona externa a la familia consanguínea que, hasta este momento, jamás mostró interés ni preocupación por ellos.

Le senté. Quise saber por qué había hecho eso. Su vanidosa contestación fue la siguiente: “Alguien tenía que abrirles los ojos”. Os juro que me hierve la sangre de recordarlo. Odio a los Mesías, a quien te considera equivocado por no concordar con sus ideas.

Para las elecciones generales, las famosas del 23-J, me encargué personalmente de llevar el voto de mis padres a Correos y evité los actos propagandísticos en casa. No sé qué habrán votado, no he vuelto a preguntar. Solo espero que, en esta ocasión, hayan ejercido su derecho con total libertad.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.