Todo iba bien hasta que apareció ella. Al menos lo suficientemente bien entre mi ex, mi hijo y yo como para que todo fluyese cordial y correctamente. Nos divorciamos hace dos años y llevábamos muy bien la custodia compartida de nuestro único hijo. Pero un domingo por la tarde, cuando mi ex trajo al niño de vuelta a casa, llegó acompañado por una mujer. Mi hijo venía cogido de su mano y feliz como una perdiz. «Mamá, ella es Marina, una amiga de papá», dijo. Me quedé mirándola un poco en shock. Mi ex tomó la palabra y corroboró lo que mi hijo había dicho, aunque me fijé en que no dijo la palabra amiga. Le pedí al niño que entrase y se lavase las manos para quedarme a solas con ellos. Entonces mi ex me contó que él y Marina llevaban saliendo tres meses y que había decidido que nuestro hijo la conociese esa tarde, y de paso, también yo. Me obligué a reaccionar ante semejante sorpresa. Me presenté, sonreí y me mostré lo más simpática y amable posible, aunque era capaz de sentir el nudo que crecía en mi estómago. Mi hijo volvió para despedirse de ellos con un abrazo y por fin se marcharon. Lo que quedaba de tarde y hasta que se acostó, mi hijo se lo pasó hablando de ella, de lo súper divertida y guapa que era la amiga de papá.
A medida que pasaban las semanas, mi hijo hablaba más y más de Marina cada vez que llegaba de pasar tiempo con su padre, mientras que yo no podía evitar sentir un pinchazo de celos en las entrañas cada vez que le oía hablar de lo maravillosa que era. Y entonces llegó el cumpleaños de mi hijo. Era la única fecha en la que su padre y yo reuníamos a ambas familias desde el divorcio, y ahora Marina también estaría allí. La idea de compartir espacio con ella y mi hijo me provocaba ansiedad. Tenía mucho miedo de sentir que la prefería a ella en lugar de a mí, una idea que intentaba ahuyentar cada vez que aparecía por mi mente, pero qué no conseguía hacer desaparecer.
Ese día yo misma pude ver lo maravillosa que es Marina. Es guapa, tiene una larga melena castaña, unos ojazos azules y una silueta preciosa. Nunca parece estar cansada ni pierde la sonrisa y su batería para jugar con mi hijo no se acababa nunca. Normal, por otra parte, ya que descubrí que además tiene ocho años menos que yo. Con esa edad yo también tenía una batería interminable. Volví del cumpleaños sintiéndome una mierda. Cuando, tras la cena, acosté al niño, fui al baño y rompí a llorar mirándome al espejo. ¿Cómo no iba a preferirla mi hijo? Yo siempre estaba cansada por el trabajo, no estoy precisamente en forma y mis problemas de columna hacen que algunos juegos estén limitados, como por ejemplo el tirarme en la alfombra a jugar o cargarlo en brazos mucho rato. En el espejo vi a una mujer de 42 años con ojeras, el rímel corrido por las lágrimas y unas entradas canosas que por falta de tiempo no había podido teñir aún. Su rostro, su pelo perfecto y su sonrisa radiante vinieron a mi mente como un relámpago, y sentí pura y rabiosa envidia.
Mi autoestima se había vuelto frágil y no recuerdo haber pasado por un momento personal peor desde el divorcio. Pero un día ocurrió algo que lo cambió todo. Era sábado por la noche, mi hijo estaba con su padre, como casi todos los fines de semana, así que me apoltroné en el sofá con una tableta de chocolate, palomitas y el mando de la tele. A eso de las once y media sonó mi móvil y vi en la pantalla el nombre de mi ex. Alarmada, descolgué enseguida. El peque llevaba malito desde esa tarde, nada alarmante, parecía un cuadro de gastroenteritis, pero desde que lo habían acostado no paraba de llorar porque le dolía la barriga y decía que quería ir con su mamá. Evidentemente, le dije que lo trajera a casa cuanto antes. Cuando llegaron, ella también venía. Mi hijo corrió a abrazarme gimoteando mientras ellos se disculpaban por haber tenido que llamarme y molestarme a esas horas cuando le tocaba dormir con su padre. Y entonces ella dijo «de verdad, lo hemos intentado todo, incluso me fui yo a dormir con él, pero sólo repetía que quería ir contigo». Pude notar cómo se aflojaba el nudo que se había instalado a vivir en mi estómago desde que Marina había hecho aparición. Les dije que no pasaba absolutamente nada, que habían hecho lo correcto llamándome, y que si a la mañana siguiente se levantaba bien yo misma lo llevaría a su casa para que estuviera con ellos todo el domingo. Se marcharon y fui a atender a mi pequeño, que ya se había puesto el pijama. Lo acosté, lo arropé bien y me tumbé a su lado a acariciarle la cabeza hasta que se durmió.
Aquella gastroenteritis de veinticuatro horas fue leve y rápida de olvidar, pero dejó en mí una paz que hacía meses que no sentía. Mi hijo podría querer a Marina, estaba claro que así era y además sería bueno para él, pero siempre volvería a mí cuando me necesitase, volvería a refugiarse en los brazos de su madre.
Escrito por Carol M., basado en un testimonio real anónimo.