Mi experiencia como profe de apoyo en una ONG

 

Nunca me ha gustado enseñar. Mientras mis amigas daban clases particulares para sacarse algún dinero durante la carrera, yo prefería vender, poner copas o cualquier otra cosa que no implicase pasar dos horas tratando de que los niños se metieran el temario en la cabeza. Alguna vez trabajé de niñera, pero nunca tuve que ayudarles con los deberes. 

Así que cuando me quedé sin trabajo y pensé en dedicar mi tiempo a ayudar en una ONG, lo último que me esperaba era acabar dando clases de apoyo a niños y adolescentes. Al principio reconozco que la idea me dio un poco de miedo: no tenía experiencia y temía no recordar las cosas o no ser buena explicándolas. Sin embargo, en la primera formación, el resto de profes me tranquilizó destacando que lo importante era ser un apoyo para los chicos y chicas, preocuparnos por cómo se sentían y hacer un seguimiento de qué tal les iba no solo en clase sino también en casa y en su día a día. También había que ayudarles con los deberes, claro, pero éramos más un punto de referencia que unos profes particulares a uso.

De entrada me asignaron tutorizar a un chico y una chica de tercero de la ESO. Llevaban dos años yendo a las clases pero iban a lo suyo, se ponían los auriculares y era muy difícil acercarse a ellos. Con el chico fue imposible, lo intenté una semana y otra, pero nunca conseguí que aceptara mi ayuda, que se abriera ni que me dirigiese más de un par de frases seguidas. Gestioné la frustración como pude, pero reconozco que me hizo sentirme un poco triste. 

Con la chica, fue distinto. Desde el primer día se ve que conectamos y, no solo me dejó ayudarle con un trabajo de historia que tenía que hacer, sino que me contó su situación familiar, el embarazo de su hermana con el que estaba muy ilusionada, cómo fue el divorcio de sus padres, cómo llevaba el vivir en un país distinto al suyo… A todos les parecía increíble. Ellos llevaban dos años intentando que se integrara y era la primera vez que compartía cómo se sentía. Es verdad que solo lo hizo conmigo, que no conseguí que se abriese al resto de compañeros de la clase y que formara parte del grupo de verdad. Pero al menos, durante ese año, tuvo a alguien a quien contarle que quería ser doctora, que no le gustaba el inglés y que siempre se olvidaba de hacer los deberes de dibujo.

Aunque solo era tutora de estos dos chicos, aprovechaba para acercarme al resto en los ratos libres para ir intentando, poco a poco, conocerlos. Me costó, pero hoy, un año después puedo decir que con casi todos tengo una bonita relación de confianza: el más pequeño del grupo me busca para jugar a videojuegos en el móvil en los descansos y los mayores me cuentan sus anécdotas mientras merendamos. Nos seguimos por instagram y estoy al día de las fotos con sus amigos, sus juergas nocturnas y sus aficiones.

 

No soy la mejor profesora, ni  siquiera creo que sea de las buenas, porque la mayoría veces empezamos con los deberes y acabamos hablando de política, de consumo responsable, de cine, de drogas o de cualquier otro tema que surja. 

Pero eso, para un adolescente, también es importante ¿no?

 

Orquídea