Hoy, 10 de enero, cumplo cinco meses sin beber. Para muchas será una locura, pero compartir mi historia supone quitarme un peso de encima (y con suerte ayudar como mínimo a una persona en mi misma situación).

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No siempre fui la chica tímida con poca autoestima. Todo empezó con mi segundo novio serio, Carlos. Nos conocimos en la universidad y desde el primer momento la conexión sexual fue brutal. Empezamos a acostarnos y con el tiempo eso se volvió más exclusivo, pero siempre en secreto. Él decía que si la gente se enteraba, intentarían boicotear la relación. Lo que pasaba es que se avergonzaba de mí y quería seguir siendo “soltero” para la sociedad y así poder ligar y tirarse a quien quisiese.

Poco a poco me convenció de que yo era aburrida, que no era suficientemente lista, que debía cuidar más mi cuerpo y adelgazar, que mis gustos eran mediocres, que no sabía mantener una conversación. Vamos, que me convirtió en una marioneta deprimida que solo sabía asentir para evitar discusiones.

Una noche de fiesta él se enfadó conmigo porque no le estaba haciendo suficiente caso y me agarró del brazo tan fuerte que me hizo un moratón. En ese momento abrí los ojos y le dije que no quería volver a verle. Le bloqueé de todas partes. Se presentó en casa de mis padres y mi madre le dijo que como siguiese molestándome, le iba a caer una denuncia como una catedral. Mano de santo.

Me libré de Carlos, pero no de las secuelas de esa relación. Nunca volví a ser la misma y las inseguridades absorbieron cada milímetro de mi personalidad.

Yo no me di cuenta de que tenía un problema con el alcohol hasta que en verano acabé en urgencias. No tuve un coma etílico ni mucho menos, pero la noche de San Juan bebí más de la cuenta (como hacía siempre) y acabé con una borrachera de las de llorar (como me pasaba siempre). No fue una simple bajona, me dio un ataque de ansiedad en plena calle cuando volvía a casa. Tuve que sentarme en un banco porque no podía ni respirar y una pareja se quedó a hacerme compañía para ver si me tranquilizaba, pero como no podía parar de hiperventilar me acompañaron a urgencias.

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Pensaba que me estaba dando un infarto o que me iba a ahogar. Me explicaron que era un ataque de ansiedad y que el alcohol no me hacía ningún bien. Me entro por un oído y me salió por el otro. Fue en agosto cuando algo me hizo clic y me di cuenta de que tenía un problema con la bebida.

Cada vez que salía de fiesta bebía para desinhibirme, para parecer más divertida, para poder bailar sin sentirme ridícula, para ser capaz de ligar sin pensar que era un monstruo, para no sentirme fuera de lugar, y al final acababa por los suelos. El alcohol sólo enmascaraba mi inseguridad, y a la mañana siguiente me volvía a sentir la misma mierda de siempre, pero encima resacosa.

Fui al psicólogo y me explicó que tenía dos opciones: la abstinencia total o parcial. Es decir, dejar de beber totalmente o controlarme y reducir el consumo. Decidí cortar por lo sano y no volver a beber.

Durante estos meses (y los que me quedan en terapia) he trabajado mi autoestima, el miedo al rechazo, mi influencia ante la presión social y todo aquello que durante estos años había acallado con copas, cervezas y chupitos. Cuando pensamos en un alcohólico a todos se nos viene a la cabeza la imagen de un señor cincuentón en la barra de un bar vacío. La realidad es diferente. En la discoteca a la que vas hay más alcohólicos que en los centros de rehabilitación. Probablemente en tu grupo de amigos haya alguien con problemas con la bebida.

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Lo jodido es que el alcohol es una droga bien vista. Si dejas de fumar, todos te animan a que sigas así. Si dejas de beber, todos te cuestionan. “No seas aburrida, bebe algo”, “por un chupito no ha muerto nadie”, “venga, anímate y bebe algo que pareces una abuela”. Y en ese momento decido mentir. “Es que estoy tomando antibióticos”, “es que he sacado el coche”, “es que no me encuentro bien”, porque la verdad es incómoda para la sociedad. Decir que eres alcohólica con 30 años hace que te miren con pena, con asco o con miedo, y vuelven las inseguridades.

¿No es irónico avergonzarse por superar una adicción y sentirte orgulloso por acabar por los suelos cada fin de semana al borde del coma etílico? ¿Por qué está mejor visto pasarse con el alcohol a ser abstemio? Seamos en primer lugar saludables, y en segundo lugar respetuosos con las decisiones de los demás.

 

Anónimo