Cuando mi madre decidió divorciarse de su segundo marido, mi hermana Lucía y yo la apoyamos en todo lo que pudimos. Sabíamos que estaba haciendo lo correcto, pero que lo correcto, no por ser correcto es más fácil, así que nos desvivimos por ella. Durante casi un año fuimos sus psicólogas, sus asistentes personales, ¡sus esclavas! Pero bueno, todo fuera por ayudarla a pasar el bache. 

Un buen día llegó mi hermana Lucía con el notición: estaba embarazada. No me podía creer que mi hermana pequeña fuera a tener un bebé; salté, lloré, la abracé… Yo había decidido no ser madre, pero un sobrinito o sobrinita me venía de perlas en aquel momento. Después de los abrazos, Lucía y yo miramos a mi madre, que estaba reaccionando de manera extraña. Le pregunté a ver qué le pasaba, y entonces va y suelta que ella también estaba embarazada. Obviamente, mi hermana y yo creímos que nos estaba vacilando.

Un vacile raro, dada la situación en la que estábamos, pero bueno, más extraño era pensar que mi madre pudiera haberse quedado embarazada. ¡Embarazada! ¿Pero cuándo? ¡Si solo nos faltó ir con ella a mear! Bueno, pues pasó en el único sitio donde podía pasar: en el trabajo. Ella era recepcionista en una clínica dental, y conocía a muchísima gente de haberla atendido allí, pero nos contó que el padre de la criatura no era paciente, sino repartidor de suministros.

No es que importara demasiado, dijo mi madre, porque no le íbamos a ver el pelo. Había sido algo accidental. Él no quería tener nada que ver con el asunto, pero mi madre lo interpretó como algo que tenía que pasarle, y quiso seguir adelante como madre soltera. Estaba encantada, y esperaba que nosotras también, pero nosotras todavía estábamos en shock. Cuando estas cosas le pasan a otra persona, es fácil dar consejos acerca de la comprensión que debes mostrar, la falta de prejuicios, la necesidad de ensanchar la mentalidad para abarcar circunstancias que no tienen por qué ser iguales a las tuyas… La teoría me la sé muy bien, pero confieso que no se me hizo nada fácil de digerir. Me dio por pensar que mi madre no sabía bien lo que estaba haciendo. Que seguir adelante con este embarazo sería una forma (equivocada, a mi modo de ver), de ocupar su mente en un momento de crisis vital, o algo así.  

Pero bueno, los seres humanos nos adaptamos a todo, diría yo, y fueron pasando los meses, y mi hermana y yo cada vez teníamos más ilusión por tener de repente una hermanita pequeña. Mi vida cuidando a dos embarazadas fue a ratos un poco intensa, pero también me ponía muy contenta poderles ayudar. 

Salían de cuentas con casi un mes de diferencia, pero el destino quiso que nuestra historia familiar fuera todavía más cómica y, tras haberle detectado a mi madre diabetes gestacional, le adelantaron el parto varias semanas. El caso es que acabamos toda la familia en el hospital el mismo día, esperando que dieran a luz las dos, y contando la historia a todas las enfermeras que no se explicaban qué estaba pasando allí. Les hizo tanta gracia el asunto, que (previa consulta), les pusieron a mi hermana y a mi madre con sus respectivos bebés en la misma habitación, que se llenó de globos, flores, peluches, y lloros, por supuesto. 

Las niñas, que nacieron ya como tía y sobrina, tienen ahora tres años y no tienen ni idea de lo peculiar que es su existencia conjunta, pero son uña y carne, y nos dan los mejores ratos del día. Qué importante es saber vencer los prejuicios y las resistencias personales para acabar viendo el lado bueno de las cosas. 

 

Serena

 

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