[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real enviado por una lectora]

 

Nunca antes había tenido tanto sentido esa idea de que el destino es caprichoso. De los más de 700.000 días que puede vivir una mujer en España, de media, ¿qué posibilidades había de que los dos acontecimientos que más me han marcado coincidieran en el tiempo? Lo hicieron, y quiero contar cómo fue.

La lucha

Siempre he tenido una relación muy estrecha con mi madre. Ella, como la mayoría de las que conozco, no se limitó a proveer con el kit básico de supervivencia. Pero no todas tienen tanta habilidad para hacerse presentes en las vidas de sus hijos de la forma en que ella lo hizo. Logró ser la persona en la que más confiaba, a quien recurría para lo bueno y lo malo y con quien más me apetecía estar. Es uno de los consuelos que me quedan, que, al menos, miro atrás y sé que disfruté mucho de ella y que la valoré por lo que hizo y por cómo era.

Pero a nuestras vidas llegó lo que se presenta en tantas otras familias con demasiada frecuencia: el maldito cáncer. Mi madre enfermó y, día tras día, se afanó en salir victoriosa de una batalla que nadie sabía cuánto le acabaría costando. Nunca me ha gustado hablar en términos bélicos de esta enfermedad, porque no todo depende de la voluntad ni de las ganas de luchar, y porque quienes mueren no son perdedores. Pero hay que tener tanta entereza emocional para no sucumbir que, de algún modo, sí que son guerreros. Mi madre lo fue.

Un rayito de esperanza

En medio de la incertidumbre, de la tristeza y del cansancio, el destino arrojó una cuerda de esperanza a la que nos aferramos: me quedé embarazada de mi hija. Era una niña muy deseada y la noticia de su llegada inminente no pudo venir en mejor momento. Fue una alegría.

Así fue como convivieron sus pruebas, cirugía y sesiones de quimioterapia con mis analíticas y ecografías, con el hospital como escenario. Así fue cómo arrancó una cuenta atrás en la que yo calculaba los días para ver la carita de mi bebé, con ilusión y esperanza.

Fue una lástima que, a medida que mi madre empeoraba, ese compás de espera se convirtiera en una lucha contrarreloj. Era una ecuación imposible: hubiera querido adelantar las manecillas para tener a mi hija cuanto antes, y que mi madre pudiera conocerla. Pero, a la vez, sabía que eso sería acelerar el poco tiempo que me quedaba por compartir con mi madre.

El final, el principio

Ni siquiera pude despedirme de ella como hubiera querido. Cuando mi madre estaba en sus últimas horas, yo me puse de parto. Os podéis imaginar lo que es sumar las dudas de una primeriza a la pena de saber que mi madre se consumía. El deseo de ver a una, la tristeza y la nostalgia de sentir que, probablemente, ya no volvería a ver a otra. A las dos personas más importantes de mi vida. Sé que la cuidaron hasta el final y que no sumó a su propia angustia la intranquilidad que siempre despierta un parto. No le dio tiempo a experimentar esa sensación.

Los primeros días sin mi madre fueron también los primeros con mi hija. Se solapó la emoción de su primera comida o de la primera vez que enroscó su manita alrededor de mi dedo con las emociones que genera el duelo. Aunque, para ser sincera, aquellas vivencias con mi pequeña recién nacida lo minimizaron. Hicieron más llevadera la pérdida.

No quiero romantizar la depresión que puede acarrear un duelo, ni decir que mi hija me salvó del abismo. Tampoco es justo para ella, que no vino para librar a nadie de nada. Vino a vivir, sin más, pero así fue como sucedió. Y yo, en cierto modo, me considero afortunada.