¿Habéis sentido miedo alguna vez? No me refiero a ese nudo en el estómago que nace cuando ves una película de terror. Sino el verdadero pavor ante lo desconocido, a caer en el abismo.

Por desgracia, yo soy una de las muchísimas personas que han padecido el miedo en sus venas. La angustia, la desesperación y, por qué no decirlo, la resignación.

Era la mujer más feliz del mundo. Tras demasiados meses de búsqueda de un bebé, hacía tan solo unas semanas que al fin habíamos visto el positivo en un test de embarazo. Estaban tan pletórica que todo el que me conocía era consciente, sin saberlo, de que algo maravilloso estaba pasando en mi interior.

Apenas esperamos unos días para hacer partícipes a los nuestros de todo lo grande que estaba por llegar. Después de más de quince años de relación íbamos a formar una familia. Celebramos con amigos, abrazamos a los futuros abuelos, reímos con los que serían tíos… Todo era tal y como había imaginado siempre. Nuestro bebé iba a ser el más querido de este mundo, de eso no cabía duda.

 

Superando casi un primer trimestre de nauseas y vómitos entramos de lleno en el tercer mes de embarazo. Todo iba como la seda, nos informaron de que nuestro pequeño retoño era un chico y ansiosos fuimos preparando nuestras vidas para su llegada. En absoluto esperábamos en ese momento que nuestro embarazo de rosas se convertiría en un espantoso laberinto.

Fue una mañana de primavera. Como cada día amanecía con una energía fuera de lo normal. Entré en la ducha y entonces, mientras enjabonaba mi cuerpo, sentí un bulto prominente en uno de mis pechos. En un primer instante no quise dar importancia a aquello, pero cuando pude verme en el espejo observé preocupada que toda la zona estaba enrojecida.

Conocía casos realmente duros sobre el cáncer de mama, así que esa misma mañana me presenté ante mi médico de cabecera para pedirle su opinión. Sentía una ligera quemazón y ya no sabía si era mi subconsciente jugándome una mala pasada o si ciertamente aquello podía ser el principio de una pesadilla.

No os voy a aburrir con detalles sobre el interminable recorrido de pruebas, médicos y análisis que empezaron aquel mismo día. Pero sí, como imagino que ya sabréis, el resultado no fue nada positivo. Cáncer de mama.

 

Con apenas treinta y dos años, embarazada de mi primer hijo, con un trabajo que me llenaba… me tocaba escuchar a una joven oncóloga hablarme del peor diagnóstico que cabía en aquel historial. ¿Comprendéis ahora el miedo? Te hablan de opciones, de tratamientos que luchan contra una de las peores enfermedades del mundo, de meses. Aquella empática doctora agarraba mis manos intentando transmitirme su positividad: ‘Sé que es duro escucharlo, pero por suerte estamos a tiempo de muchas cosas, llora lo que necesites pero prométeme que pronto te levantarás y lucharás conmigo‘.

Y así lo hice, me permití llorar hasta quedarme sin lágrimas. Me deshice de toda la rabia que había acumulado gritando en mi soledad, maldiciendo a mi cuerpo que a la vez me regalaba la vida y me la robaba. Acariciaba mi barriga aferrándome a la idea de que mi pequeño sería mi legado, me veía fallecer y volvía a caer en la oscuridad. Fueron días negros, sin luces al final del túnel.

Pocas jornadas después un variopinto grupo de médicos me presentaban las alternativas. Mastectomía, quimioterapia, radioterapia. Escuchaba mientras sentía que mi cuerpo temblaba por entero. Permanecía seria, impasible, hasta que entre tanta explicación médica pude intuir una idea: los tratamientos podrían dañar a mi hijo dada su intensidad.

Como si hubiese despertado de golpe, levanté la mirada y solo pude pronunciar un sonoro ‘¡no!‘ que dejó toda aquella sala en silencio. ‘No haré nada que pueda hacer daño a mi bebé, cuenten con eso‘. Mi marido me miró, y por vez primera desde que nos conocimos, vi como las lágrimas brotaban de sus ojos. Más silencio.

Cariño, es durísimo lo que nos están diciendo, pero es tu vida de la que hablamos‘. Me aferré al bienestar de mi pequeño y ante la disconformidad de mi pareja, solo opté por una mastectomía y esperar al nacimiento del bebé para continuar con cualquier otro tratamiento. Toda mi familia me reprochó mi elección. Todos prometían que quizás más adelante podría volver a quedarme embarazada, que no podía poner mi existencia en peligro, que no era tarde para mí.

 

Entonces el miedo por perder mi vida se convirtió en fuerza y rabia por salvar la de mi pequeño. Prohibí a mi familia opinar sobre mi elección, y levanté la cabeza defendiendo con uñas y dientes la vida que latía en mi interior. ‘No te tocarán, pequeño’.

Casi de urgencia pasé por una larga operación en la que mis pechos, esos con los que pretendía dar de mamar a mi hijo, desaparecieron por completo. Además, junto a la terrible imagen de verme despojada de una parte de mi cuerpo, obtuve también la horrible noticia de que el tumor era algo más grave de lo que las pruebas médicas habían dejado ver.

La historia se repitió, una vez más. ‘Estás a tiempo, un aborto a estas alturas es posible‘. Y perdiendo los papeles como jamás me había ocurrido di un golpe sobre la mesa de aquel médico. Mi oncóloga me llevó a su despacho y en medio de tanta frustración dijo esas palabras que yo necesitaba: ‘Tienes por delante casi seis meses, disfrútalos e intenta omitir tu enfermedad, cuando tu hijo nazca tenemos mucho que hacer‘.

Así lo hice. Tras una recuperación lenta y dolorosa de una cirugía abrumadora, renací obviando por completo que un bicho horrible quería terminar conmigo. Retomé los preparativos para el nacimiento donde los había dejado. Elegimos muebles, compramos ropa, buscamos cochecito… Todo apuntaba a que mi vida era como la de cualquier futura madre del mundo. De nuevo, era feliz.

Serían las cinco de la madrugada de un día cualquiera cuando observé que mi chico no estaba a mi lado en la cama. Rondaba ya el séptimo mes de embarazo y mi sueño era ligero e incómodo. Me acerqué a la habitación de nuestro pequeño y pude intuir el sonido de un martillo. Al acercarme a la puerta lo vi, allí estaba él completamente solo montando el terrible puzzle que era la cuna de nuestro retoño. Y en medio del esfuerzo por hacer casar cada pieza, lloraba en silencio enfadado.

 

Me acerqué y lo abracé con fuerza, sin mediar palabra. ‘Tú no estarás, me regalarás un hijo perfecto, pero tú te irás‘… Y por primera vez desde que toda esa pesadilla había comenzado, dudé. ¿Había sido una egoísta? Era muy probable que yo no pudiera disfrutar de todos esos planes que con tanto cariño habíamos preparado.

Pero ya era tarde para titubear. Algunas semanas después pudimos ver la cara de nuestro deseado ángel. Tras un parto largo y agotador, abrazamos al que para siempre será el eje de nuestras vidas. Quise parar el tiempo en los días posteriores. Éramos una familia, éramos felices y exprimíamos cada segundo que nuestro pequeño nos regalaba.

Por desgracia pronto tuve que regresar a la dura realidad. Como en un libro ya leído, se repitieron los análisis, las pruebas, las visitas médicas… Ya no había excusas, había prometido luchar y era ahora cuando tenía que demostrar que soy una mujer de palabra.

Y lo hice, juro que no pude batallar con más fuerza contra esa maldita enfermedad. Fueron meses horribles en los que a los efectos secundarios de una quimioterapia atroz se sumaban los cólicos de mi bebé, los lloros por querer estar con mamá, y un millón de responsabilidades como toda madre.

 

El miedo, ese del que os hablaba al principio de toda esta historia, se convertía ahora en esperanza. Ese cuerpo al que había maldecido tantísimas veces había logrado mantener en ‘standby‘ un cáncer que se presentaba catastrófico. Empecé a ser positiva de nuevo, esa luz al final del túnel era cada vez más y más visible.

Han pasado unos años, y ahora puedo decir que estoy libre de cualquier resquicio de ese bicho que quiso devorarme. Aposté por la vida, por la de mi hijo, pude haberme equivocado por completo pero algo en mi interior me impulsó a hacerlo.

Quizás debí haber optado por mí, y hubiera sido tan loable como la opción que yo tomé. Únicamente eché en falta más empatía y comprensión por parte de los míos. La cabeza de una persona es totalmente imprevisible, es complicada y enrevesada. Yo no tiré la toalla, solo la colgué durante un tiempo. Algunos hablan de suerte, los más creyentes no dejan de repetirme que tengo un ángel de la guarda… fuera lo que fuera, tengo una segunda oportunidad y la estoy aprovechando al máximo.

Fotografía de portada

 

Anónimo