Hay cosas con las que no se juega. Son temas que deberían tratarse con respeto. Sinceramente, siempre he sido un poco supersticiosa. Pienso que si hay cosas que al nombrarlas atraen la mala suerte. También creo en el karma, en que si hacemos algo malo la vida nos lo devuelve con creces.

Nunca había sido una persona miedosa. Pero desde el día en que el doctor me dijo que estaba embarazada, debo reconocer que empecé a tener miedo de todo. Me había costado mucho llegar hasta allí. Desde los dieciséis años me habían diagnosticado ovarios poliquísticos. Me advirtieron de que tendría mucha dificultad para tener hijos.

Cuando me casé y empecé a buscarlos, fue una decepción detrás de otra. Muchos meses de esperanza que se hacían pedazos cuando me bajaba el periodo. Muchas noches llorando porque los análisis daban malos resultados. Yo no ovulaba con regularidad y aquello cada vez pintaba peor.

Me derivaron a médicos especialistas en fertilidad, y tras los análisis me dijeron que, teniendo en cuenta que mis ovarios no funcionaban bien y que el esperma de mi marido no tenía mucha calidad, podríamos tardar años en conseguirlo o ni siquiera lograrlo. Por eso, cuando me quedé embarazada, para mí fue como un milagro.

A partir de ahí, el miedo a perderlo fue creciendo. La vida me había dado una oportunidad de ser madre y me aterrorizaba perderla. Por eso me cuidaba hasta el extremo, por eso no le dije a nadie que estaba embarazada hasta que se empezó a notar, por miedo a que cualquier cosa pudiese salir mal.

Estaba de siete meses cuando una compañera de trabajo me llamó casi llorando para preguntarme cómo estaba. Era algo extraño porque la había visto el día anterior en la oficina, aunque esa mañana no había ido a trabajar por un examen rutinario. Cuando le contesté, tan extrañada, me contó que mi marido no había ido a trabajar porque supuestamente yo estaba en el hospital tras sufrir un amago de aborto. Nuestros maridos eran compañeros de trabajo desde hacía algunos meses, pero en realidad no teníamos demasiada relación. Cuando me dijo eso me quedé de piedra. No supe cómo reaccionar, le dije que estaba bien, le di las gracias y colgué la llamada.

En un primer momento pensé que debía ser un error. Mi marido se había ido a primera hora de la mañana al trabajo como cada día y aún no había vuelto. Quise pensar que el marido de mi compañera lo había entendido mal o se había equivocado de persona.

Cuando me calmé, la volví a llamar. Ya más tranquila, me contó toda la historia. Esa mañana su marido y el mío tenían que salir a trabajar juntos y el mío no se había presentado. Cuando lo llamaron, les dijo que estábamos en el hospital. Aquí no hay más trabajadores con la mujer embarazada, no hay excusa alguna.

En ese momento, me puse muy nerviosa. Pedí permiso en el trabajo y volví a casa, pero él no estaba allí. Al poco rato de estar allí, mi marido entró vestido de deporte y con la mochila para jugar al pádel. Cuando me vio en casa, se puso blanco. Me dijo que le habían dado el día libre en el trabajo y que, como había un torneo de pádel en el club que frecuentaba, había aprovechado.

No pude ni hablar. No sé si fue el desengaño o las hormonas, pero me puse a llorar como una loca. Había inventado que íbamos a perder a nuestra hija para irse a jugar con sus amigos. No me lo podía creer.

Estuve llorando horas. Él intentaba consolarme y yo no dejaba que se me acercara. En cuanto tuve fuerzas, recogí mis cosas y lo que tenía preparado para mi bebé y me fui a casa de mi madre.

Con el tiempo me enteré de que esa no fue la única vez que lo hizo. En su empresa pensaban que yo tenía un embarazo de riesgo y que estaba en el hospital cada dos por tres. No quise ni saber en qué ocupaba todo ese tiempo. No quise volver a hablar con él, por mucho que intentara darme explicaciones. Para mí, lo que había hecho no tenía perdón. Había jugado con algo que para mí era sagrado y había mentido sobre la salud de mi bebé sin ningún tipo de escrúpulo.

Jamás logré entender cómo se podía ser tan ruin, cómo alguien podía tener tan poco respeto por las cosas, ser tan egoísta y mentiroso y amar tan poco a su mujer y a su futura hija. No lo conseguí superar y aunque intenté plantearme perdonarle por el bebé, para mí él ya nunca sería la misma persona.

Y así, el momento más bonito de mi vida también fue uno de los más tristes. Descubrir que hay seres humanos con el corazón tan negro que son capaces de cualquier cosa en su propio beneficio. Me rompió el corazón. Pero cada día que despierto y veo a mi preciosa niña solo puedo dar las gracias por haber descubierto su verdadero rostro a tiempo.

 

Escrito por Lulú Gala basado en una historia ajena