Relato escrito por una colaboradora basado en la historia REAL de una lectora. Envíanos las tuyas a [email protected] y las publicamos editadas.

 

22 de diciembre. Amaneces con el sonsonete: “1.000 eeeeeuros”, y con la ilusión de que algún año de estos los niños de San Ildefonso entonen con claridad el número que compartes con tu familia junto a la cantidad del Premio Gordo. Cuando lo cantan, nos aferramos a los premios menores porque hasta un Quinto nos ayudaría a tapar agujeritos. Al finalizar el Sorteo de Navidad, y viéndonos igual de pobres, siempre nos queda el mismo consuelo: “Al menos, tenemos salud”.

Aquel diciembre fue diferente. Mi novio y yo, que habíamos decidido mudarnos juntos en primavera, íbamos a disfrutar de nuestras primeras fiestas navideñas como “familia”. Sí, familia. Él incorporó un perro a nuestra relación: Jordan, un pastor alemán.

Siempre tuvo la ilusión de tener mascota, pero la constante negativa de sus padres mientras vivió con ellos bloqueó ese deseo. Hasta que tuvo su propia casa, alquilada conmigo: una alérgica extrema. Acepté al perro en casa, ya que me sabía mal ser la responsable de frenar su anhelo. Por mi parte, empecé un agresivo tratamiento con antihistamínicos e inhaladores, que en ocasiones resultaba poco efectivo. Adoraba al perro, aunque tuviese que disfrutarlo en la distancia.

El Premio Gordo

Aquel diciembre cambió todo. Él se había marchado a trabajar, mientras yo disfrutaba de unos días de vacaciones. Desayuné trasteando el móvil, con el barullo del sorteo acompañándome de fondo. Chafardeaba Instagram, leía curiosidades sobre la Lotería de Navidad y wasapeaba con mi madre en el grupo de familia, en el que nos envíanos desde brujas de la suerte a imágenes de San Patricio.

De repente, cantaron ‘El Gordo’: “XXXXX, 4.000.000 de euros”. Al instante se sucedieron los mensajes de decepción entre mi familia y amigos, pero no los atendí porque… A mí ese número me sonaba. No lo tenía en la nevera ni tampoco en la cartera, pero revisando la conversación con mi novio lo encontré. Era el mismo. No tenía foto, solo una pregunta: “¿Te gusta el número XXXXX? A mí me llama”. Y tanto que le llamó. A él y a sus padres, que también habían comprado el mismo. De la noche a la mañana, de una hora a la otra, mi novio se había embolsado cerca de 330.000 euros limpios de polvo y paja.

Le escribí para informarle por si aún no se había enterado, para felicitarle por la gran noticia; él me respondió seco, argumentando que tenía muchísimo trabajo. “Quizá está en shock”, pensé. Me alegré muchísimo por él y mis suegros, eso por supuesto. Y quiero dejar claro que nunca pensé en beneficiarme de ese dinero, aunque he de reconocer que sí soñé con proyectos de futuro: quizá la entrada de una casa, una boda, ¿niños? Me hice una película de guion romántico. Por desgracia, la realidad fue muy diferente.

Volvió para irse

Él, ganador del Premio Gordo de la Lotería de Navidad, siguió trabajando todo el día. No fue a celebrarlo a la administración ni brindó con cava con el lotero; continuó con su vida sin airearlo a los cuatro vientos. Me pareció bien, totalmente respetable. En cambio, yo sí consideré que -al menos- la ocasión merecía una cenita especial. Me bajé a Mercadona, compré el jamón más caro, queso, foie… Una botella de vino de más de 2 euros, que era lo que acostumbraba a consumir. Le puse las luces al árbol, encendí velas…

Y llegó del trabajo. Solo me dijo: “Lo siento”, se hizo un maleta y se marchó de casa. No lo he vuelto a ver desde entonces. Dejó atrás enseres personales, ropa e incluso al perro. Jamás me ha dado explicaciones, nunca volvió a por Jordan. A través de burofaxes, se salió de un contrato de alquiler al que tuve que renunciar por ser incapaz de afrontar yo sola la mensualidad.

Regresé a casa de mis padres, con Jordan y mi alergia, y sin saber por qué mi novio decidió acabar con una relación de 5 años al día que le tocó la lotería.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.