Siempre me gustó conducir. Me saqué el carnet de coche nada más cumplir los 18 años, aunque si hubiera sido por mí, lo habría hecho bastante antes.

Desde entonces, me convertí en la típica amiga que se ofrecía siempre a llevar a todos a cualquier sitio. Cualquier excusa era buena.

 

 

Porque conducir me relaja. Disfruto muchísimo al volante y, además, puedo presumir de que soy bastante hábil frente a él.

Cuando empecé a salir con Óscar, cada uno teníamos nuestro vehículo y a veces nos turnábamos para ir juntos en uno solo, como es normal.

 

 

En ocasiones, esto se convertía incluso en una pelea pues los dos íbamos más cómodos de conductores que en el asiento del copiloto. Pero al final solíamos llegar a acuerdos.

Éramos una extraña pareja en la que ambos nos ofrecíamos a no beber en las noches de fiesta con tal de ser el encargado de llevar el coche a la vuelta.

 

 

 

Óscar era un buen tipo, pero en estas cosas se veía expuesta su frágil masculinidad. Por eso a veces, sin comerlo ni beberlo, nos veíamos metidos en una especie de competición en la que acabábamos picándonos buscando ser el mejor al volante.

No es por nada, pero era él el que comenzaba esta tonta rivalidad, herido en su orgullo cuando me veía hacer proezas con el coche que siempre intentaba disminuir.

Hasta que un día tocó fondo y esto fue el fin de nuestra relación porque no pudo aguantar más:

 

 

Eran fechas señaladas en las cuales el centro de la ciudad estaba a reventar de gente. Habíamos sido invitados a una fiesta en esa ubicación, íbamos en su coche y nos dispusimos a buscar aparcamiento.

Después de unas cuantas vueltas que se me hicieron eternas porque no parecía que fuese a aparecer mágicamente una plaza libre, propuse dejar el coche en un párking privado. Total, en esos momentos ambos trabajábamos y no teníamos problemas de dinero.

 

 

Pero él se negó en rotundo, alegando que no teníamos por qué gastar una millonada pudiendo tener un poco más de paciencia.

Como era él el que conducía, no insistí. Seguimos buscando sitio y dando vueltas por todas las calles. El tiempo pasaba y, aunque habíamos ido con bastante antelación, se acercaba la hora de inicio del evento.

De pronto, como un oasis en el desierto, apareció ante nuestros ojos un sitio libre de aparcamiento. Pero al instante entendimos por qué estaba vacío: los coches que estaban estacionados a cada lado lo habían hecho justo al límite, pisando las dos rayas laterales, de tal forma que era complicadísimo meter un coche en ese hueco diminuto.

Más que complicadísimo: parecía imposible, a no ser que estuviésemos llevando uno de esos entrañables Micromachine de nuestra infancia.

 

  Ni un DELOREAN volador lo habría conseguido…

 

Pero claro, dado lo imposible que estaba resultando encontrar un lugar, no teníamos más opción que intentarlo.

Óscar se puso a maniobrar e intentar introducir el coche en la plaza sin éxito alguno. Probó una y otra vez, y nada.

Los coches comenzaban a agolparse detrás del nuestro, esperando pacientemente pero formando una fila cada vez más larga. Óscar seguía probando una y otra vez, erre que erre.

Yo, desde el primer momento, supe que lo habría metido a la primera pero no quise agobiar. Tímidamente, le ofrecí hacerlo yo directamente pero se negó rotundamente, incluso ofendido.

 

El tiempo pasaba. Los ocupantes de los coches que teníamos detrás empezaban a inquietarse.

Le propuse bajarme y, al menos, indicarle desde la acera pero continuó rechazando mi ofrecimiento, diciéndome además que parara de hablarle porque le estaba poniendo nervioso y por mi culpa no lo estaba consiguiendo, así que volví a morderme la lengua.

Los conductores que se apilaban ya a lo largo de toda la calle empezaron a pitar desde sus vehículos después de algunos minutos. Yo, callada, miraba de reojo a Óscar y veía unas gotitas de sudor dibujándose en su frente.

 

                        Esto es lo único que podían hacer los pobres después de dos mil años parados allí…

 

Cuando parecía que iba a estallar la tercera guerra mundial en el ambiente, acabé siendo yo la que exploté y le exigí que me dejara probar a mí.

Cuál sería su nivel de desesperación que aceptó. Eso sí, de malas maneras. Se bajó del coche dando un portazo, enfadado.

Lo que ocurrió después fue visto y no visto: cambiamos nuestros sitios y en menos de lo que tardo en contarlo metí el coche en la diminuta plaza libre.

 

Se pasó toda la noche mosqueado conmigo y sin hablarme. Solo rompió ese silencio para reprocharme que si él no lo había conseguido había sido precisamente porque se sentía presionado por mí y se había bloqueado ante los nervios que yo le había generado.

Yo, en el fondo, me sentía divertida y orgullosa de la lección dada, así que no entré al trapo en ese conflicto estúpido.

 

 

Intenté mostrarme paciente y cariñosa durante todo el tiempo que estuvo alejado emocionalmente de mí y pensé que se le pasaría. Pero al día siguiente me dijo que había pensado que no debíamos seguir juntos, que se había dado cuenta de que éramos incompatibles a pesar del amor que nos había unido hasta entonces.

No recuerdo exactamente las milongas que me puso como ejemplos, pero sí me acuerdo de la sensación de que eran justo eso: milongas.

Porque yo realmente siempre supe la verdad, pero hubiera sido demasiado humillante para él ponerla en palabras: me dejaba porque no soportaba que una mujer condujese mejor que él.