Voy a empezar a contar mi historia con un spoiler: el novio, ya es ex. La mala noticia es que fue novio durante 14 años de mi vida, de los cuales todos y cada uno de ellos estuve yo más ciega que Stevie Wonder.

Fue mi primer amor. Empezamos siendo muy jóvenes. Era el hermano de un amigo del instituto. Lo que comenzó como una vivencia secreta se transformó en una relación seria con planes de futuro y ambas familias implicadas. Terminamos nuestros estudios y decidimos irnos a vivir juntos. Mis padres nos ayudaron cediéndonos un piso que tenían destinado al alquiler. Ellos hicieron el esfuerzo de dejarnos la vivienda muy por debajo del precio del mercado, mientras nosotros cubríamos gastros y vivíamos en una zona céntrica de mi ciudad. Con “nosotros” quiero decir “yo”. Él jamás puso un euro para nada.

El trato inicial: yo el piso y sus gastos; él la compra

Cuando nos fuimos a vivir juntos no establecimos ninguna regla. Pensé que eso surgiría solo. Confiaba en hacer equipo y en compartir gastos, sin cuentas separadas. Llamadme ingenua o loca, directamente. Como el piso permaneció a nombre de mis padres, los suministros también. Ya me entiendes: luz, agua, gas, teléfono (Internet). Mi madre me pasaba el recibo cada mes y yo le hacía el ingreso de mi cuenta a la suya, mientras mi novio ni preguntaba. A veces, le informaba: “Vaya, la última factura de la luz fue de 180 euros, quizá podríamos programar el termo del agua caliente”, creyendo que con mensajes así en algún momento se cuestionaría cómo se estaba pagando todo. No lo hizo.

No solo no se interesó por los gastos, sino que iba al supermercado y compraba solo su comida. A los dos meses, algo mosqueada, me senté y le propuse dividir el peso de la economía: yo me encargaba del piso y él del supermercado y el ocio. Dijo que sí, pero le duró una semana. Desde que le pedí pagar las salidas de casa, tipo cena o cine, dejamos de salir; al menos, juntos. Él sí salía con sus amigos del fútbol.

La oportunidad de mi vida

Me aceptaron una beca para un programa que me hacía muchísima ilusión estudiar porque era una gran oportunidad académica. El problema es que era incompatible con un horario laboral de jornada completa. Solo me quedaba reducir el horario y, por consiguiente, el sueldo. Mis padres, siendo conocedores de lo importante que era para mí aprovechar la beca, me propusieron apretarse el cinturón y hacerse cargo de la totalidad de los gastos del piso. Ellos pondrían “mi parte”, cosa que mi novio no entendió (ni agradeció). No solo seguía haciendo solo sus compras, sino que ahora que yo era “más pobre” (literal) dividió las baldas de la nevera. ¡Con nombre! ¿Sabes? Marcaba los yogures y le hacía una raya a la botella de Coca-Cola. ¡De locos! Nunca he compartido piso en la universidad, pero creo que así se deben organizar los estudiantes. O incluso mejor que nosotros, porque él separó hasta el papel higiénico. ¡El papel higiénico! Bien que usaba el agua que pagaban mis padres para limpiarse el culo, pero a mí no me dejaba usar “SU” papel higiénico.

El día que exploté fue cuando le pedí ir a buscar mi coche al taller para evitar meterme dos horas en transporte público con mil escalas. Al recoger mi coche y llegar a casa, me pidió que le pagase la gasolina que había gastado en llevarme.

Quizá piensas “pobre chaval, es posible que no le diese la pasta”. Le daba y le sobraba. Sin misterios: era director de una sucursal bancaria y ganaba, fácilmente, el doble que yo cuando hacía jornada completa; después, comparar ya resultaba hasta absurdo.

Lo dejé. Aunque él dice que me dejó él a mí por “muerta de hambre”. Y así, señoras, es como una relación de 14 años con el que creías que era el amor de tu vida se va a la mierda. Por dinero, por el puto dinero. Y, por qué no reconocerlo, porque él era gilipollas y menos mal que lo vi antes de traer al mundo a un hijo suyo.

 

Anónimo

 

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