Lo habíamos hablado mil veces. Que nunca les juntaríamos a nuestros padres, que para qué, sabiendo que se iban a llevar mal, que no se iban a aguantar desde el minuto uno. Pues a pesar de eso lo hicimos. ¿Por qué? Por maldita costumbre. ¿Qué novios se casan sin que se conozcan sus familias? 

César me pidió matrimonio en un viaje a Edimburgo, en lo alto de un acantilado precioso, y volvimos tan contentos que nos faltó tiempo para organizar una cena de compromiso e invitar a ambas familias al completo. Casi veinte personas acabamos sentadas en la mesa de uno de los mejores asadores de la ciudad.

Teníamos contratado un menú degustación del que hablaban maravillas. A los padres los sentamos uno a cada lado, presidiendo la mesa, por tenerlos contentos, callados, y lejos el uno del otro. Les llenamos la copas de vino hasta arriba y a demanda, y tuvimos cuidado de desviar la conversación de los temas más delicados, como por ejemplo, política, fútbol, religión… y casi todo lo demás.

De repente, ocurrió lo más inesperado del mundo: un tío en la mesa de al lado se estaba atragantando.

El pobre señor estaba de pie, con los ojos como platos, y pidiendo ayuda, y enseguida todo el comedor estaba gritando, todo el mundo histérico (especialmente la mesa del hombre que se atragantaba, su esposa y sus hijas), le pegaban en la espalda y no resultaba, le hacían la maniobra de heimlich y tampoco, y la verdad es que la cosa se puso tensa porque no respondía a nada.

Entonces, como si hubiera estado planeado, se pusieron de pie mi padre y mi suegro y fueron los dos corriendo a intentar salvar al atragantado. Mi padre cogió la silla con idea de ponérsela delante y empujar, pero mi suegro le gritaba que no mientras intentaba hacerle la maniobra con más fuerza, porque la verdad es que el hombre era grande y hacía falta cierto tamaño para rodearlo.

Por fin, entre uno y otro, consiguieron que el hombre escupiera un cacho de carne y volviera a respirar, el pobre, que ya empezaba a estar azul, pero mi padre y mi suegro casi no le hicieron ni caso y siguieron enzarzados en la discusión mientras volvían a nuestra mesa.

Ni nuestros aplausos y felicitaciones por haberle salvado la vida al señor, ni los agradecimientos de la familia de éste, hicieron que los padres dejaran de discutir sobre qué es mejor hacer cuando alguien se atraganta.

El uno que si lo de la silla era una gilipollez, el otro que a mí no me llames gilipollas, el otro pues no hagas gilipolleces… Y que no se sentaban, a pesar de que seguíamos en medio de la cena, y la cosa fue subiendo de tono, y cogió mi suegro, que como digo, es bastante más grande que mi padre, y le soltó un tortazo.

Mi padre no tardó ni medio segundo en reaccionar y ya la teníamos montada.

Conseguimos separarlos enseguida, los dos rojos y despeinados, como críos de primaria. Pero claro, era impensable seguir comiendo tan a gusto después de semejante espectáculo. César y yo estábamos muertos de vergüenza y súper cabreados. No sabíamos qué hacer.

La cena nos iba a costar mucho dinero y nos la habían jodido nuestros propios padres. Hablamos entre nosotros unos minutos y decidimos que cada uno llamaría a un taxi para su padre y lo mandaría para casa, y así fue.

Estuvimos el resto de la cena muy a gusto, lo pasamos súper bien, y en el restaurante, que se habían enterado de todo, nos descontaron los platos de los padres y alguna cosilla más, para compensar. Al final no se trata de que sea perfecto, sino de saber hacer con las imperfecciones. Eso sí, de momento no quiero pensar en cómo nos las vamos a apañar para organizar las mesas de la boda.

Anónimo