Nunca imaginé que mi primer beso sería por obligación. Tenía catorce años cuando pasó.

En aquella época pasábamos las tardes sentadas en un banco del parque comiendo pipas. No había  mucho más que hacer. No teníamos dinero y tampoco había demasiados equipamientos  municipales como para no pasar las tardes en la calle. Rondaba el año 2006 y las bandas malrolleras  habían invadido las calles de mi barrio.

Para las que no lo hayáis vivido, os pongo en contexto. En Barcelona a principios de los 2000 empezaron a aparecer bandas de adolescentes y no precisamente de música. Aquí llegaron sobre todo los Latin Kings (al menos en mi barrio) y empezó a correr la historia de la sonrisa del payaso. Era una tortura en la que te cortaban por las comisuras de la boca. La verdad que nunca llegué a  conocer a nadie directamente implicada, pero todo el mundo decía que una amiga de una amiga le  había contado que… Lo típico. Pero no por ello era menos terrorífico. Os recuerdo que tenía catorce años.

Volvemos a los bancos.

Solía sentarme siempre en el mismo banco con la que entonces era mi mejor amiga. Una chica con  una familia desestructurada. No mucho mejor que la mía. Éramos muy diferentes, la noche y el día, aunque a la vez compartíamos dramas familiares. Supongo que eso fue lo que nos unió.

Ella era muy dada al reggaetón y se echó un noviete que también era muy de su estilo. Para que os  lo podáis imaginar, un Daddy Yankee en miniatura. Ese chico se juntaba con otros que eran más a  lo Don Omar pero no tan miniatura. Fácilmente tendrían dieciocho y veinte años. Y empezaron a  reunirse en nuestro banco de confianza.

Al principio eran cinco o seis. A las semanas acabaron siendo más de veinte chavales. En mi infinita  inocencia, eran simplemente chavales majos que eran muy dados a halagarme y a saber de mí. Como  no era muy ligona ya que no solía estar por la labor y tenía la autoestima muy baja, me sentía a  gusto. Al menos, eso creía.

Lo recuerdo como si fuera ayer.

Una tarde estaba columpiándome en ese parque, había unos columpios que no eran para crías, eran  “de adultas”, muy muy altos. Y alguien me frenó en seco. Me dijeron que una persona de ese grupo  me estaba buscando. Que quería que fuera a una fiesta que estaban dando a un par de calles en un  centro cívico. Era una fiesta de reggaetón. Yo no solía escuchar esa música y, además, ¡qué coño!  estaba a gusto columpiándome. Pero no le gustó esa respuesta. Me volvió a insistir y me volví a  negar. Me sacó una navaja. Y ahí fue cuando me asusté.

Nunca me habían amenazado y menos con  un arma blanca. Recuerdo quedarme en blanco, no sabía cómo reaccionar. Le seguí hasta la fiesta.  Recuerdo subir una rampa y abrir la puerta. Un local todo a oscuras con luces de discoteca, pero  muy muy cutre. Con música que no conocía y gente perreando hasta encima de una pequeña  neverita donde tenían el alcohol. Me quería morir. No sabía cómo pedir ayuda. Buscaba una mirada  cómplice, pero todo el mundo me miraba con desprecio. No sabían quién era yo y no encajaba para  nada en ese sitio. No sé cuánto rato pasó, para mí fueron horas, pero posiblemente fueron minutos  hasta que se acercó a mí el chico que me buscaba y me sacó fuera del local.

Cuando lo recuerdo flipo con la calma y la normalidad que mostraba en ese momento. Estaba en  completo shock.

Bajamos la rampa y me dijo, sin preámbulos, que quería enrollarse conmigo. Yo le dije que no quería,  que nunca me había besado con nadie y que no sabía cómo hacerlo. Obviamente hizo oídos sordos  a mi negación, sólo hizo caso al no tener experiencia y él tomó la iniciativa. Algo tan bonito como el  primer beso se torno en una sensación asquerosa. Recuerdo notar como un trozo de carne viscoso  se metía en mi boca y daba vueltas. Yo sólo quería vomitar.

No os voy a engañar, no recuerdo mucho los siguientes minutos. Lo próximo que tengo en mi  memoria es a este individuo queriéndome acompañar a casa y a una manada de tíos detrás nuestro siguiéndonos.

Al llegar a mi portería quise entrar sin mirar atrás, pero puso el pie y entró detrás de mí. Intentó volverse a liar conmigo, pero esta vez no me dejé, se giró y, para no perder su ego, empezó a chillar  “me la ha chupado” a todos los amigos que estaban en la portería esperando a que él saliese. Yo me  subí llorando para casa.

El resto del mes fue muy traumático. No quería contarle a mi madre lo que me había ocurrido. No  tenía esa confianza con ella y nunca habíamos hablado de sexualidad en casa. Ni de consentimiento.  No había tiempo para eso. Mi pobre madre no tenía más que tiempo para trabajar y sacar una casa  y una hija adolescente adelante. No la culpo. Además de no saber a quién recurrir, tampoco sabía  cómo. Me sentía muy muy avergonzada.

Con el tiempo se acabaron olvidando y aburriendo de mí, pero pasó mucho tiempo hasta que  dejaron de esperarme en mi portería cada vez que salía del colegio para insultarme y reírse de mí.  No quería salir de casa. Y con razón.

A día de hoy, con el conocimiento y las experiencias que tengo no os puedo asegurar que no me volviera a pasar. Por eso, creo que es tan importante educar a las hijas, a los hijos en sexualidad, en  consentimiento, pero también a las familias y a las escuelas, para que sean un cobijo y puedan trabajar con la sociedad para que este tipo de conductas no se sigan repitiendo.

Por favor, no os neguéis a la educación sexual, al feminismo y a la humanidad. Tenemos derecho a  ser libres.

GRIS