Me crie en una familia numerosa y humilde. Nunca llegamos a pasar hambre, pero sí carencias y alguna que otra penuria a causa de nuestra delicada situación económica. Mis padres lo hicieron lo mejor que pudieron y las cosas mejoraron conforme mis hermanos y yo fuimos creciendo y empezamos a trabajar. De los seis hermanos, por razones obvias, ninguno se pudo permitir estudiar más allá de la enseñanza obligatoria. Yo que era la segunda, me puse a trabajar en casas y cuidando niños incluso antes de sacarme el graduado escolar. Aunque no he dejado de encadenar unos puestos con otros, y mi vida laboral oficial dista mucho de la realidad, porque no siempre he cotizado, nunca he trabajado de otra cosa.

Ahora estoy divorciada, pero estuve casada muchos años con el padre de mis dos hijos. Gran parte de los años que duró mi matrimonio, mi marido los dedicó a saltar de un trabajo precario a otro mientras estudiaba para cumplir su sueño de ser abogado. Con mi total apoyo y con el esfuerzo que me supuso aportar los únicos ingresos estables que teníamos. Además de las noches sin dormir y el cansancio derivado de ocuparme prácticamente sola de los niños para que él pudiera centrarse e hincar los codos.

Se sacó la carrera, trabajó durísimo, consiguió abrir su propio despacho y, justo cuando liquidamos las deudas y las cosas empezaron a irle bien… se lio con una pasante y me dejó. Con dos niños pequeños que endiosaron al padre al que veían los fines de semana. Ellos no sabían que me daba una pensión claramente insuficiente y que los meses que facturaba poco ni siquiera me la pasaba. Ya limpiaba yo las casas que hiciera falta para que a ellos no les faltara nada.

Sé que mis hijos me quieren y siempre me han querido, pero también sé que me menospreciaban por no tener estudios. Me llegaron a decir que su padre tampoco había podido estudiar, pero que, aunque había tenido que hacerlo de adulto, al menos se había labrado una carrera y un futuro. Y yo me he mordido tantas veces la lengua que no sé como la conservo de una pieza. Porque me pasé tantos años apoyándolo y defendiéndolo ante nuestros hijos, que parece que ya no sé cómo parar. Nunca se me ocurrió explicarles que yo no conté con nadie que me ayudara a echar un poco el freno. A tomarme unos meses sin trabajar para poder preparar exámenes. Nadie que trabajara a destajo para pagar matrículas y libros.

Así que mis hijos crecieron y se hicieron adultos con esa idea de que yo era menos que ellos por no tener estudios. Ellos eligieron qué estudiar, encontraron trabajo y, con menos de seis meses de diferencia entre el mayor y el pequeño, decidieron que se independizaban. Todo fue bien hasta que poco después se aprobó el estado de alarma. No fue inmediato, pero a principios de 2021 mis dos hijos se habían quedado sin empleo. Tenían derecho a paro, sin embargo, primero el pequeño, y luego el mayor, terminaron aceptando mi ofrecimiento de volver a casa conmigo mientras seguían buscando algo ‘de lo suyo’.

Esta señora sin estudios también lo pasó muy mal durante las semanas eternas en las que no pudo trabajar. Suerte que tenía algunos ahorrillos y suerte que había podido terminar de pagar la hipoteca con la que mi ex me dejó tirada en su momento. Suerte que, pese a mi falta de currículum, nunca se me han caído los anillos por aceptar empleos que otros descartaban porque no eran de lo suyo, porque pagaban muy poco o por parecerles poco dignos.

Gracias a mis numerosos empleos, para los que no es necesaria ningún tipo de cualificación, ellos tuvieron techo y comida. Y pudieron incluso seguir preparándose cuando se les terminó la prestación. En la actualidad los dos tienen trabajo, aunque uno sigue en casa y ninguno de ellos ocupa un puesto relacionado con lo que han estudiado. Porque la vida es así y es lo que hay.

Ahora los dos son conscientes de cómo funciona la cosa y creo que también un poquito de lo que me costó en su momento que ellos pudieran tener acceso a algo con lo que yo no pude ni soñar.

 

Anónimo

 

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