La semana pasada en el parisino Museo D’Orsay le prohibieron la entrada a una chica por contravenir el artículo siete de la normativa del centro.

Que yo estoy viendo el titular y pienso ‘pues habrá metido un paquete de palomitas o sacado fotos con flash o algo’.

Ojalá.

En dicho artículo se menciona que los visitantes deben vestir una indumentaria decente y a la muchacha le negaron el acceso por llevar un atuendo susceptible de perturbar la paz. Y entonces me digo ‘llevaría un uniforme nazi, o un collar de vísceras’.

Pues no, qué va, lo que llevaba era un vestido con un amplio escote en uve y su buen par de tetas debajo.

Tócate las narices.

El de arriba es el escote de marras. Alucinante, ¿eh? Realmente perturbador…

 

Tal como explica la propia Jeanne en una carta abierta en Twitter, la entrada le fue denegada por parte de varios empleados del museo y, aunque en un primer momento ni siquiera le explicaban cuál era el motivo, pronto se da cuenta de que todos miran sus pechos. Cuando al fin esgrimen la excusa del dichoso punto siete de la normativa, le invitan a cubrirse con una chaqueta o a irse por donde ha venido.

Sigo dándole a la ruedita del ratón y leo con estupor que la primera persona en reaccionar al verla es una mujer.

Es una mujer la que ve su generoso escote y de inmediato llega a la conclusión de que esas dos tetas parcialmente cubiertas perturban la paz. No es que fuese menos grave si hubiera sido un hombre, pero, joder, que más grandes o más pequeños, esa mujer tendrá, o habrá tenido, unos pechos debajo de su ropa, creo yo.

En cualquier caso, que a ocho de septiembre del año 2020 un escote voluptuoso perturbe la paz, lo que hace es perturbarnos a todas.  

 

La chica en cuestión parece tener, además de un enorme par de tetas, un buen par de ovarios bien colocados y una buena, nunca mejor dicho, pechonalidad, al menos es lo que interpreto después de leer su carta, pero, independientemente de su reacción y de lo bien que lo haya podido superar, es indiscutible lo humillante y vejatorio del trato recibido la tarde que decidió visitar el Museo D’Orsay, y más indiscutible es que nadie debería pasar un mal rato de ese calibre a causa de sus atributos físicos. Nadie tendría por qué verse avergonzado por el tamaño de sus senos, su culo o su nariz, ni mucho menos por si lo muestra o lo oculta o le pone un cartel con luces de neón encima.

NADIE.

NUNCA.

 

Ha habido respuesta pública por parte del museo, sin embargo, se limita a decir que lamentan lo sucedido y a indicar que le piden disculpas y que han contactado con la afectada.

Ajá. Muy bien, hombre. Me gustaría saber cómo piensan resarcirla.

Y más me gustaría saber también a qué se debe esta involución, porqué nos ponemos todos locos con un escote llamativo en un lugar en el que exhiben valiosas obras de arte cuyo tema principal es el cuerpo femenino en todo su esplendor, lienzos en los que se ha plasmado magistralmente a orondas mujeres cubiertas solo por su propia piel, jóvenes de pechos liberados perfectamente esculpidas… Si es que la obra más controvertida del museo es una tela de Gustave Coubert titulada ‘El origen del mundo’ en el que se ha representado, con gran virtuosismo, un explícito y enorme chumino que cuelga de una de sus paredes desde 1995.

Porque sí, el origen del mundo y de la humanidad está representado a la perfección con ese plano en el que se recoge un vientre y un coño bien peludito. Y sí, en ‘El origen del mundo’ hay una teta. Hay hasta un pezón.

De un vientre como ese hemos salidos todos.

Y tetas, tetas también tenemos todos. Y digo todos porque hasta los hombres tienen tetas, que no se nos olvide. Son diferentes, sí, pero son tetas.

Y vale que vivimos en sociedad y que en el museo D’Orsay, en Paris en general, e incluso en el resto de Europa, lo socialmente aceptado es ir más o menos vestido y tapadito, pero, de verdad, a nadie en su sano juicio debería afectarle la visión de un escote, ya sea este grande, pequeño o mediano.

Anda que no hay cosas y cosas con las que perturbar la paz, que nadie se nos perturbe por unos pechos a estas alturas de la película.

Que a una le entran ganas de ir a París, reunir allí a trescientas cincuenta y cuatro mil de sus mejores amigas, e ir pasando de una en una al museo con todo el pechamen embutido en un apretado escote para decirle a quien corresponda: Mis tetas y yo hemos pagado la entrada. Gracias.