Sienta bien que alguien se compre un vestido tras vértelo a ti, que te pille el último meme que has compartido en redes o que repita una expresión muy tuya. Te traslada admiración, y eso siempre gusta. Otra cosa es que se apropien de tu personalidad y acabe haciéndote sentir a ti como una impostora en tu propia vida.

A mí me sonaban estas historias, sobre todo, tras la adolescencia. Todas queríamos ser como la chica atractiva y popular del instituto, la que vestía mejor que nadie, ligaba más que nadie y tenía más planes que nadie. Dentro de unos límites, no hay nada malo en fijarte en otras personalidades en una etapa vital en la que estás conformado tu propia identidad. Nada que ver con el caso de mi mejor amiga.

Admiración profunda

Mi mejor amiga y yo nos conocimos en la veintena. Creo que congeniamos bien por lo equilibrada que estaba nuestra relación: ella era apacible y dócil, y yo tenía carácter. Se reía mucho conmigo, me proponía planes casi a diario y me piropeaba con frecuencia. Y, claro, a una eso le infla el ego.

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Poco a poco, comenzamos a parecernos mucho. Yo no le di importancia. He observado un patrón común en muchos grupos de amigos: cuando no coinciden los valores, son los gustos, el criterio estético, el estilo de vida o cualquier otra cosa. Es normal que se te acaben pegando cosas de alguien con quien pasas mucho tiempo, ¿no?

Pasó de tener un estilo casual despreocupado a ir fichando mis prendas, o similares, para tener un estilo más clásico. Como yo. De repente, comenzamos a ver con blazers, blusas y pantalones palazzo a una chica que no había salido de vaqueros, camisetas, sudaderas y zapatillas deportivas. Coincidimos en más de un evento vestidas como niñas mellizas.

También dejó de ser tímida y retraída. Hasta entonces, cuando habíamos interactuado con otras personas de fuera del grupo, yo había llevado la iniciativa. Poco a poco, ella fue ganando confianza en sí misma y tomando la delantera en lo que a socialización se refiere. Bien, ¿verdad? Solo, que al hacerlo, utilizaba mis estrategias, mis expresiones, mis gestos o mi manera de hablar.

Luego estaban los gustos comunes. Demasiadas coincidencias. Me preguntaba qué series veía y, le dijera la que le dijera, ella la veía también. Lo mismo con las pelis o los libros que hubiera leído últimamente. Consumía lo que yo consumiera con la excusa de que así luego podíamos comentar. Pero empezó a mosquearme mucho cuando, de esas obras que yo le sugería, sacaba ella argumentos con los que dar conversación a personas que me interesaban a mí.

¿Copia mejor que la original?

El colmo fue una ocasión en la que publicó en redes una historia apropiándose de una reflexión que yo había compartido con ella días antes, hablando. Porque la tía ya, por copiar, quería copiar hasta mis valores y mi forma de pensar. Me molestó, pero, directamente, monté en cólera cuando me enteré de que esa misma reflexión había dado pie a una conversación con el chico que me gustaba en aquel momento, vía mensajería privada. Sí, también me copió los gustos en cuanto a chicos, aunque utilizaba la vieja excusa de procurarnos un acercamiento mayor.

Llegué a pensar que, quizás, ella estaba consiguiendo una versión mejorada de mí misma. Tenía el “talento” de copiarme las cosas buenas, no las malas, sobre la base de una personalidad apacible, que siempre resulta más llevadera que el carácter fuerte. Como esas canciones “remix” con artistas colaboradores que acaban siendo mejores que la original, ¿sabéis? Su actitud tuvo un efecto boomerang: de primeras, hizo volar alto mi ego y mi autoestima. Pero, a medida que se cronificó el asunto, me volvió rebotado en forma de dudas sobre mí misma.

Era tan evidente que el resto de amigas ya lo había comentado. Era objeto habitual de chistes entre nosotras, y alguna se lo dijo directamente: “Tía, eso fue lo que dijo X hace dos días” o “¿Esa falda no es igual que la de X?”.

Fue uno de esos comentarios lo que motivó nuestra discusión. Alguien se metió con ella a cuenta de sus copias continuas, y yo, que andaba calentita con el tema, salté y le dije que estaba cansada. Lo hizo de malas formas, lo sé, porque fui agresiva con ella delante de más personas. Le eché en cara ejemplos concretos de situaciones en las que ella había obtenido algún rédito (como hablar con un chico) usando algo mío: mis expresiones, mis reflexiones, mis gustos o incluso mi forma de vestir. También le dije que no me parecía bien que aprovechara sus presuntas ganas de ayudarme para acercarse a chicos que me gustaban, algo que sucedió varias veces. Y finalicé acusándola de poco menos que de ser una oveja con piel de cordero.

Nos distanciamos unas cuantas semanas. Le pedí disculpas por haberle hablado del modo en que lo hice y ella quiso retomar nuestra relación donde estaba. Pero, la verdad, yo ya no me sentía cómoda y la rehuí hasta que se cansó. Al poco comenzó a salir con otra gente y ya no la echaba de menos.

Gané libertad. Sentía que podía ser yo misma sin la observación continua de alguien que se quisiera apropiar de mi personalidad.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]