Narcisistas, infantiles o perturbados. Repetir patrones y acabar siempre con el mismo tipo de desgraciado.

 

Últimamente, hay algo que me pregunto a menudo: “¿He sido una mujer maltratada?” “¿He estado tan ciega como para pasar por alto comportamientos denigrantes?” 

A este tipo de preguntas le siguen cadenas de recuerdos de relaciones pasadas. Un exnovio insultándome con la excusa de que aquello no era un insulto, sino un adjetivo calificativo. El mismo individuo gritándome porque no quería que le preparara un sándwich. De nuevo ese tipo (sí, otra vez) espetándome que era una inútil por no saber pelar una patata. Todas sabemos que pelar patatas requiere de una maestría que solo un hombretón como Dios manda puede alcanzar.

Gracias a la visibilidad que se le da hoy a la violencia contra la mujer y a los diferentes tipos de maltrato (algunos, muy sutiles), ahora soy capaz de analizar ese tipo de situaciones, detectar patrones e identificarlos rápidamente en el presente.

De todas formas, y aunque haya evolucionado mucho, he de admitir que me sigo encontrando metida en relaciones tóxicas con tipos narcisistas que no han superado sus traumas infantiles. Y que, incluso sabiendo que me estoy metiendo en la boca del lobo, algo me ata a ellos durante más tiempo del recomendado. Paradójicamente, eso que me ata a ellos también son mis traumas infantiles. 

Recién salida de una relación que me hacía más mal que bien, mi psicóloga me lo ha dejado claro: mis vivencias pasadas me llevan continuamente hacia la codependencia.

Hacia dinámicas de pareja en las que yo actúo casi como una madre, dando todo de mí para que la vida de la otra persona sea maravillosa, para ser la mejor novia, la mejor amiga, la más inteligente, la más comprensiva, la más mejor… todo a costa de mí misma y de mi bienestar, claro.  

Mi yo de veinte años, a la que también habían dado un palo muy gordo (soy una de tantas a las que su primer amor dejó por irse de Erasmus y follarse a diez polacas y siete italianas), jamás habría imaginado que, quince años después, seguiría cometiendo los mismos errores. Pero, si algo se aprende con la madurez, es que nunca se deja de aprender.

Ahora, con treinta y cinco, me están enseñando a decir que NO. Y más me vale coger el tranquillo pronto, que no gano para sesiones de terapia. Me están enseñando que poner límites no me convierte en egoísta ni en mala persona. ¡Al contrario! Significa ser honesta con el otro y contigo misma. Me están enseñando que no es mi trabajo conseguir que los demás curen sus heridas, que con las mías tengo bastante. Me están enseñando a que aceptar faltas de respeto es dejarte pisotear, que Santa Teresa de Calcuta solo hay una, y que está de lujo no ser como ella. 

Ahora, con treinta y cinco, estoy dispuesta a dejar de repetir patrones. Y al próximo niñato que se cruce en mi camino, podré decirle tranquila: “Vaya, no podemos seguir. Estoy mejor en compañía de mis plantas moribundas, la verdad. Ah, y toma, el teléfono de mi terapeuta. Háztelo mirar, cariño”. 

 

Berta G.