Si echo la vista atrás, no hay un sólo momento de mi vida en el que no esté presente la imagen de Jorge. Recuerdo espiarle de pequeña a través de una rendija de la puerta de la trastienda en la tienda que regentaba mi madre, cuando entraba con la suya a la vuelta del colegio para comprar el pan y charlar un rato. Recuerdo también jugar con él y con otros niños en el parque, ser los más brutos, los que acababan con más heridas y moratones y también los que más minutos trataban de robar a sus madres, pues lo pasábamos tan bien juntos que separarnos nos suponía poco menos que un trauma. Tras la infancia llegó la moderada libertad de la adolescencia y rara era la tarde que no quedábamos para dar una vuelta con la bici si hacía buen tiempo o para pasar el rato en casa de cualquiera de los dos si hacía malo, y fue en esa época feliz y dorada en la que empezó a florecer entre nosotros algo más que una amistad de toda la vida. Hacíamos todo juntos, disfrutábamos del tiempo que pasábamos y nos echábamos de menos antes aún de despedirnos hasta el día siguiente. Fue la época más bonita de mi vida y aún me duele el corazón al pensar en ella, en lo que perdí al despedirme de él. Pero cuando llegó el momento de tomar decisiones importantes nos dimos cuenta de que no buscábamos lo mismo en la vida, lo cuál nos complicaba muchísimo la posibilidad de estar juntos.

Jorge siempre soñó con viajar por el mundo, y yo también. En nuestra juventud pasamos horas y horas hablando de la caravana que nos íbamos a comprar cuando tuviéramos dinero suficiente, de que íbamos a adoptar uno o dos perros y nos íbamos a dedicar a recorrer el mundo haciendo fotos y vídeos y escribiendo sobre nuestros viajes; cuando terminé Bachillerato y empecé a estudiar Derecho, aún mantenía la ilusión de viajar con él por el mundo, con la idea de destinar parte de mi sueldo y mi tiempo libre a cumplir aquel proyecto tan bonito que ambos compartíamos.

Pero la vida raramente es como la soñamos.

En segundo tuve que dejar la carrera a un lado, y también las escapadas que hacía con Jorge casi cada fin de semana, pues mi padre cayó gravemente enfermo y mis ansias de libertad se vieron constreñidas por los pasillos del hospital día sí y día también durante casi un año entero. Al no aprobar los créditos universitarios suficientes perdí la beca, por lo que cuando pude retomar mis estudios tuve también que empezar a trabajar para poder costearlos. Mi tiempo y mis recursos eran limitados, si bien debo decir que Jorge fue uno de mis mayores soportes y estuvo para mí y para mi familia en todo momento. Por su parte, él había empezado a hacer grados medios, formaciones profesionales y demás, acumulando formación como técnico de luz y sonido, de mantenimiento y de electricista. Pasaron unos años y ambos veíamos como nuestros sueños se quedaban estancados, relegados a un segundo plano al tener que priorizar la supervivencia, pero al menos seguíamos juntos, nos amábamos y éramos felices. Poco podía yo imaginarme que todo se iría rompiendo cuando sus sueños empezaran a cumplirse. Fue hará cosa de cinco años cuando vino loco de contento a contarme que le habían contratado en una empresa que se dedicaba a montar eventos, conciertos, festivales y demás, lo que le permitiría no sólo ganar un buen sueldo, sino viajar como siempre había soñado. Yo me alegré infinitamente, por supuesto, si bien podía estar fuera durante meses: por ejemplo, si un artista contrataba a su empresa para una gira, podía tirarme sin verle prácticamente medio año. Al principio nos echábamos de menos, pero lo sobrellevábamos y disfrutábamos muchísimo de cada momento que podíamos pasar juntos. Pero fue pasando el tiempo, y con él, llegaron los primeros choques. 

El primero llegó cuando me anunció que estaba pensando en establecerse en Asturias, a casi 600km. de nuestra ciudad. Su idea era que yo me fuera a vivir con él, alquilar un piso y, con el tiempo, comprar una casita en el campo, la caravana de nuestros sueños…y no negaré que todo aquello sonaba muy bien. pero yo no tenía un puto duro porque se me iba el sueldo en los estudios y en aportar económicamente en casa. Traté de explicarle que para mí aún no era el momento, pero que si él quería irse lo respetaba, ya que en realidad llevábamos tiempo teniendo una relación prácticamente a distancia. Tuvimos una discusión muy fuerte, la primera que habíamos tenido como pareja, y aquella fue también la primera vez que me dejó caer que, si no buscábamos lo mismo, tal vez deberíamos cortar. 

Estuvimos unos días bastante distantes, hasta que se volvió a ir; me pidió quedar para hacer las paces, pues no quería irse sabiendo que no estábamos bien. Y sí, nos reconciliamos, pero aquella frase que había dicho durante la discusión seguía incrustada en mi cerebro.

Seguimos un par de años relativamente bien, él con sus idas y venidas y yo terminando mis estudios y buscándome la vida como buenamente podía. Yo me daba cuenta de que Jorge cada día era más feliz, y algo me decía que había otras mujeres en su vida, pero como era tan sólo una suposición sin fundamento nunca le dije nada. Mientras tanto no es por presumir, pero a mí me llovían los pretendientes aunque siempre le guardé fidelidad.

Qué tonta fui.

Me enteré de todo porque ni siquiera se molestó en ocultarlo: una tarde que estábamos en su casa, en un momento en que fue al baño, saltó un mensaje en su móvil de una tal Sara, la cual le preguntaba que cuándo volvía porque estaba deseando repetir y acompañaba el mensaje con un emoji de un beso y otro de una lengua. Ojo que no es que yo le revisase el móvil, simplemente estaba en la mesa y saltó la notificación.

Cuando volvió le pregunté abiertamente y me dijo que era una amiga con la que había quedado un par de veces y que sí, que había tenido sexo con ella y con algunas ‘’amigas’’ más, que tenía que entender que pasaba mucho tiempo lejos y que si yo me había acostado con otros hombres lo entendería.

Yo no me lo podía creer; siempre le había sido fiel sin importar quién me hubiese tirado los trastos, pues en ningún momento habíamos hablado de abrir la relación, algo que probablemente no me hubiera importado si hubiésemos establecido unos límites.

Me fui de allí llorando, completamente decepcionada, y por más que vino detrás de mí jurando y perjurando que yo era el amor de su vida, que sólo me quería a mí y que nada ni nadie podría cambiar eso jamás, no me detuve a escucharle.

Aquella vez tampoco quise quedar con él antes de que se fuera, no me vi capaz.

Un par de semanas después aproximadamente retomamos la comunicación, muy poco a poco. Yo le seguía queriendo, seguía soñando con un futuro a su lado, no os voy a mentir. Llevábamos juntos toda la vida y echaba de menos su manera de reír, su contacto, su forma de perderse en sueños y anhelos. Echaba de menos lo feliz que había sido a su lado.

Él me contaba anécdotas de sus viajes, qué tal le iba en el trabajo y me decía que me echaba mucho de menos; yo le hablaba de mis estudios, de lo que había hecho en el día y le reconocía que yo también a él, aunque seguía dolida. Así pasaron unos cuatro meses en los que todo parecía ir mejorando entre nosotros hasta que me soltó la bomba: se mudaba definitivamente a Asturias. Seguiría viajando mucho por el trabajo, claro, pero había estado mirando pisos y había decidido establecerse allí. 

Y, ¿sabéis qué? Que me alegré mucho por él, pero me dio igual. Podría haberme enfadado porque no hubiese contado conmigo, porque hubiese elegido establecerse lejos de mí, porque hubiese planeado que yo me fuese allí a buscar trabajo sin haber completado mis estudios a ser mantenida por él. Podría haberme sentido triste y decepcionada.

Pero ya no me salió. Creo que, en cierto modo, ya había perdido la capacidad de sorprenderme.

Así que me fui a Asturias, sí, pero no para vivir con él, sino para hablar. Porque yo le quería y quería que fuera feliz, pero estaba claro que en esa felicidad yo ya no entraba. Fue increíblemente doloroso y ambos lloramos juntos cuando le dije que no quería ser una atadura para él, pero que tampoco podía permitir que él planificase mi vida. Yo tenía que centrarme en estudiar y en trabajar, eso lo tenía claro; él había encontrado un trabajo que le hacía feliz, un hogar en una ciudad lejana y él decía que no había vuelto a serme infiel, pero yo tenía aún esa espina clavada en el pecho. 

Nos dimos un beso y un adiós con sabor a ‘’hasta luego’’, con la promesa de seguir siendo parte de la vida del otro y de mantenernos al día de todo; al fin y al cabo, llevábamos toda la vida juntos de una manera o de otra.

Han pasado un par de años y ninguno de los dos ha vuelto a tener pareja. Hemos tenido rolletes puntuales y ligues de una noche, tenemos una vida feliz, yo en la ciudad en la que nací y él en la que ha elegido. Y le sigo queriendo, sí, y echando de menos a diario. Pero creo que, al menos de momento, estamos mejor así.

 

Anónimo

 

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