Eran ya las tantas de la madrugada, vete tú a saber qué hora. Y vete tú a saber cuántas horas llevaba ya llorando. Me miré al espejo y me noté los ojos hinchadísimos: definitivamente llevaba muchas horas así, probablemente nunca en mi vida había llorado tanto.

Pero, ¿por qué tantas lágrimas?

Ah sí… por Él.

Lloraba porque Él se había enfadado conmigo otra vez. El porqué del enfado no lo recuerdo bien… Tal vez había sido porque volví a salir con mis amigas sin pedirle permiso, o porque me había sacado una foto con mi mejor amigo. No lo sabía, ni quería saberlo. Lo único que tenía claro en ese momento era que Él estaba enfadado, y esa sola idea me mataba por dentro porque yo le quería, le amaba con locura.

«Perdóname, por favor.»

«No me dejes.»

«Cambiaré, te lo prometo.»

«Eres lo que más quiero en esta vida.»

Mis dedos ardían de tanto escribirle mensajes, mensajes que él no respondía. Estaba en línea y los estaba leyendo pero, aún así, callaba. Sabía cómo hacerme sufrir.

Una voz en mi interior no paraba de decirme que no fuera estúpida, que aquellas no eran razones para enfadarse conmigo, que no me merecía sufrir así. Pero yo siempre la callaba, no la escuchaba. Porque le amaba con auténtica locura.

Al final, tras varias llamadas y miles de mensajes que se habían quedado en un doloroso silencio, Él contestaba. «No te mereces que te perdone, pero lo haré porque te quiero.» Entonces yo volvía a llorar. Esta vez ya no tenía muy claro si era de alegría porque se había solucionado todo o de impotencia, porque… ¿cómo que no me lo merecía? Daba igual. Daba igual porque Él me seguía queriendo, porque todo mi amor no se iba a quedar en la nada y eso era lo único verdaderamente importante.

Volví a mirarme al espejo. Volví a ver mis ojos hinchados de tanto llorar, mis ojeras de llevar durmiendo mal una semana entera por el dolor que Él me causaba constantemente. Volví a ver la tristeza reflejada en mi rostro, que ya casi se había vuelto algo normal. Y fue entonces cuando me miré fijamente a los ojos, cuando me miré tan profundamente en el espejo, que me di cuenta.

Me di cuenta de todo: me di cuenta de que Él había convertido mi vida en un infierno, que Él no me quería en realidad; me di cuenta de que yo no me merecía aquel dolor, no me merecía esos ojos hinchados de tanto llorar ni tampoco esa angustia en el pecho, como una estacada constante. No, no me lo merecía. No. No me merecía todas aquellas veces que me había llamado puta, no me merecía sus gritos, no me merecía aquellas noches sin dormir. No me lo merecía porque yo solo quería amarle y que él me amara. Y ese amor se había vuelto una locura, y me había cegado.

Y fue en ese justo momento, cuando me miré tan profundamente que me dolió ver, que abrí los ojos. Y fue un momento mágico, único y maravilloso, porque me di cuenta de que todas aquellas cosas tan llenas de amor que le había dicho a Él solo debía decírmelas a mí misma, y a nadie más.

De nuevo me miré en el espejo, y volví a ver todos los signos de tristeza. Me sequé las lágrimas, me lavé la cara e intenté calmarme. Me miré igual de profundamente que hacía un momento y me atreví a decirme todo aquello que tendría que haberme dicho hacía tiempo.

«Perdóname, por favor, por no haberte querido lo suficiente, por haber sustituido todo el amor que debía darte a ti por dárselo a ese cabrón.»

«No me dejes volver a hacerlo, hazme ser fuerte.»

«Cambiaré, te lo prometo. Y no volveré a hacerte sufrir de esta forma, porque precisamente tú eres la que menos te lo mereces.»

«Eres lo que más quiero en esta vida, y nunca más volveré a querer a nadie tanto como te quiero a ti. Te lo prometo.»

Anónimo