Últimamente, desde que mi hija ha empezado a ir al colegio, no puedo parar de pensar en que se enfrentará a lo mismo que me enfrenté yo a su edad. La edad en la que los niños te sueltan palabras, sin saber que te están creando inseguridades para toda la vida, como era mi caso. Pero bueno, aquí va la historia:

Recuerdo claramente la primera vez que me llamaron «gordita». Fue en la escuela primaria, en ese momento en que todos éramos crueles sin siquiera entender lo que significaba la palabra «empatía». Estaba en el patio de recreo, jugando a la rayuela con mis amigos, cuando uno de ellos soltó la bomba:

—¡Oye, mira a la gordita saltando!

El comentario me golpeó como un balde de agua fría. No tanto por el hecho de ser llamada gorda, sino por la forma en que lo dijo, como si fuera algo malo, como si ser gorda fuera lo peor que podía pasarme en la vida. Me dolió, pero traté de no dejarlo ver. Me reí como si fuera una broma, pero por dentro sentí cómo se encendía una pequeña llama de inseguridad.

Con el tiempo, «gordita» se convirtió en mi sombra, siguiéndome a donde quiera que fuera. Siempre había alguien dispuesto a recordarme que no era como las demás, que mi talla no era la ideal. Incluso cuando me elogiaban, siempre había un «pero» al final, como si ser gorda anulara cualquier otro logro que pudiera tener.

La palabra “gordita” me perseguía también a la hora de comprar ropa.

Recuerdo una vez, para mi graduación, que mi madre me regaló un vestido. Cuando fui a la tienda de moda de por aquel entonces, donde todas mis compañeras se estaban comprando ropa, la dependienta me despachó, mandándome a la tienda de tallas grandes de la zona, diciendo que en su tienda no tenían ropa para chicas así, gorditas. Lo dijo como si la palabra le quemara en la boca. La tienda de tallas grandes de mi pueblo tenía ropa para señoras mayores y fui a mi graduación pareciendo que tenía el doble de edad.

Jamás odié mi cuerpo más que en ese momento. La palabra gordita también.

Al principio, me molestaba. Me sentía fea e indigna de amor o admiración. Pero con el tiempo, aprendí a abrazar mi cuerpo tal como era. ¿Por qué debería avergonzarme de ser gorda? ¿Por qué debería dejar que las palabras de otras personas definieran mi valía?

Así que un día, cansada de ser «gordita», decidí reclamar mi espacio y mi identidad. Cuando alguien me llamaba así, simplemente sonreía y les corregía:

—No me llames «gordita», llámame gorda. No es un insulto, es un hecho. Y estoy orgullosa de ser quien soy, sin importar mi talla.

Al principio, la gente se sorprendía. Algunos incluso se disculpaban, sin darse cuenta de cuánto habían lastimado con sus palabras. Pero con el tiempo, mi confianza en mí misma se convirtió en mi mejor defensa. Ya no me importaba lo que dijeran los demás, porque yo sabía quién era realmente y eso era suficiente para mí.

Ahora, cuando miro hacia atrás, agradezco a aquellos que me llamaron «gordita» en lugar de ocultarlo. Porque gracias a esas palabras, aprendí a amarme a mí misma, flaquezas y todo. Y eso, querido amigo, no tiene precio.