La casa que durante años llenamos con nuestras historias y nuestros planes de futuro ahora resuena con eco. Te has llevado tus cosas y una parte de mí. Tú ya no vives aquí. Hoy la cama está vacía. Mañana también lo estará. Debo acostumbrarme.

¿Quién liberará las polillas cuando se cuelen de noche por la ventana del salón? ¿A quién llamaré cuando me quede sin papel higiénico? ¿Quién cocinará ese pollo empanado que tanto me gustaba? ¿A quién abrazaré a las tres de la mañana cuando me despierte porque he tenido una pesadilla? A ti no porque tú ya no vives aquí. La cama está vacía. Mañana también lo estará. Debo acostumbrarme.

Miro por la ventana y lloro sin entender muy bien qué ha pasado para sentirme así. La gente no para de hacer preguntas. ¿Por qué nosotros, la pareja perfecta, ha roto? Quieren razones morbosas y no alcanzan a entender que el amor a veces se acaba de tanto usarlo. Supongo que no éramos tan perfectos. Lo que más me duele es que me eches de tu vida. Después de cinco años siendo incondicionales no sólo he perdido a mi pareja, he perdido a uno de mis mejores amigos. Debo respetar tu decisión. Al fin y al cabo, tú ya no vives aquí. La cama está vacía. Mañana también lo estará. Debo acostumbrarme.

Los días pasan y esa sensación de vértigo va disminuyendo. He vuelto a ir a Madrid a ver a mis amigos. He salido de fiesta hasta las tantas de la mañana. He conocido a otra persona. He tenido sexo. Había olvidado lo que era un orgasmo. ¿Por qué tú y yo ya no follábamos? ¿Por qué no te gustaba que te acariciase el cuello? ¿Por qué sustituimos todos esos besos apasionados con lengua por inocentes picos? Me rebané los sesos y vendí mi alma, mi libido y mi autoestima al diablo para que me diese la respuesta a todas esas preguntas. No la encontré y tú tampoco me la pudiste dar. Nunca me la darás porque ya no vives aquí. La cama está vacía. Mañana también lo estará. Debo acostumbrarme.

Cuando el silencio de estas paredes me atrapa recuerdo momentos aislados. Primero fueron los buenos. La mudanza, las pizzas caseras, las noches de juegos, los maratones de series. Después empecé a odiarte. Me acordé de aquella vez que paseábamos por la orilla del río y en un bar sonaba música. Yo te pedí bailar, pero me dijiste que no porque podía vernos alguien de tu trabajo. “¿Y qué?”, pensé, pero no lo dije en voz alta. Si lo hubiera hecho, tú habrías soltado uno de tus argumentos aplastantes y mi parte racional se habría quedado con la sensación de que tenías razón, pero mis dudas seguirían intactas. Nos sentamos en una terraza y bebimos una cerveza, cada uno mirando a su móvil como completos desconocidos que ya no tienen nada que contarse. Ahora no te idealizo ni te odio. Soy consciente de que los dos hicimos cosas mal. A veces fuiste tú, a veces fui yo, y con el tiempo todas aquellas cosas que antes excusaba de tu forma de ser me empezaron a pesar mucho. Dejé de quererme y dejé de quererte. Me sentí (y a ratos me siento) egoísta por anteponer lo que yo sentía de una vez por todas. Sinceramente, sólo sé que me siento aliviada porque ya no vives aquí. La cama está vacía. Mañana también lo estará. Me estoy acostumbrando.