Hay pieles falsas. Y están por todas partes. En los vagones del metro, en los parques, en las puertas de los bares pidiéndote un cigarrillo…son pieles que besan, pero que no se sienten igual. Las pieles de verdad muerden, te muerden la piel y te muerden el alma. Y arañan, joder que si arañan. Te dejan heridas por todas partes y no hay manera de dejarlas cicatrizar. Y cuando te encuentras con una piel de verdad lo sabes. No tienes ninguna evidencia física, pero lo sabes dentro de ti. Como si de repente algo hiciera click y supieras que todo va a ir a mejor. Que estás a salvo.

Y nunca duran, por mucho que te esfuerces en atraparlas, siempre se resbalan entre los dedos de la mano, se escapan y ya nunca jamás vuelves a encontrarlas. Porque las pieles de verdad nunca se quedan. Llegan, te desordenan la vida y se van y entonces te quedas a oscuras. Y las echas de menos, con toda tu alma, al menos con lo poco que te queda de ella, porque las pieles de verdad se lo llevan todo y a ti te toca aprender a vivir de nuevo, pero esta vez a medias.

Pero te dejan los recuerdos, eso a ellas no les interesa. Y ahí es cuando te lanzas desesperado a buscar una piel falsa, aunque en el fondo sabes que te estás mintiendo y  la llenas de besos, y la aprietas fuerte porque no puedes volver a imaginarte luchando a solas contra la avalancha de recuerdos que amenaza por ahogarte, pero no es tu piel y jamás nada se sentirá igual.