Ella era una mujer muy buena y amable. Junto con su marido era muy feliz desde que se habían casado al acabar la carrera. Habían intentado tener hijos pero, tras varias pérdidas muy dolorosas, habían tirado la toalla.
Estaban solos en la ciudad pues se habían mudado allí por el trabajo de él y sus familias quedaron muy lejos pero, aunque él trabajaba muchas hora y se iba de viaje una vez al mes, ella siempre tenía con quien estar, pues había hecho un sólido grupo de amigas en el vecindario.
Al poco tiempo de mudarse, su marido había tenido la idea de organizar una barbacoa para los vecinos, pues no eran muchos y así podrían conocerse y, desde entonces, eran como una gran familia. Ella era muy buena repostera, así que hacía las tartas de cumpleaños de los hijos de sus vecinas, él no estaba mucho en casa, pero una vez al mes organizaba algo para poder juntarse todos en casa.
El caso es que ella se fue un tiempo a ayudar a su madre cuando su padre enfermó. Se hizo las maletas sin saber cuando volvería y se fue.
A la vuelta, ya recuperado su padre, el ambiente con las vecinas estaba raro, tenso. Su marido quería irse de viaje con ella, quería salir a cenar, quería hacer mil planes que no incluían a sus amigos, como solía ser habitual. Ella se preocupó, pero estaba tan agradecida de estar de vuelta y de las atenciones de su marido a las que no estaba acostumbrada, que decidió simplemente disfrutar.
Pasada la primera semana, una tarde en que su marido se había ido a trabajar, aparecieron las dos vecinas con las que tenía una relación más íntima. Con lágrimas en los ojos y un nerviosismo más que evidente, le dijeron que querían hablar con ella y, después de que se sentase y de que aclarasen entre ellas cómo decir algo tan difícil, le contaron lo que habían visto mientras ella estuvo fuera.
El segundo día después de irse, una de ellas vio a su marido llegar a casa muy tarde con una chica muy joven y no creyeron que fuera nada importante, pensaron que sería esa sobrina de la que tanto hablaban siempre, pero al día siguiente, otra de las vecinas paseaba al perro cuando llegó un repartidor de comida a domicilio y ella abrió la puerta con un camisón muy provocativo que intentaba tapar con una batita corta. La vecina la miró sorprendida y su marido apareció de la nada para cerrar de golpe la puerta, visiblemente nervioso.
Pasada una semana en la que se veía a la chica entrar y salir como si fuese su casa y las persianas solían estar cerradas a cal y canto, estas dos mujeres decidieron acercarse a ver si se trataba de un malentendido. Llamaron al timbre y él no pudo negar lo evidente. Empezó enfadándose con ellas por chismosas, pero ellas le recordaron que fueron ellas quienes estuvieron ahí para ellos durante los momentos más duros de su vida y no pareció molestarse porque actuasen como familia entonces. Ellas no querían inmiscuirse, pero no podían presenciar aquello y no contárselo a su amiga del alma. Le dieron la oportunidad de que fuese él quien confesase aquello y él lo había agradecido. Al día siguiente la muchacha se fue después de una fuerte discusión y él las informó de que aquello había acabado y que su mujer no tenía por qué enterarse. Desde entonces las esquivaba, evitaba verse con ellas y también evitaba que su mujer y ellas pudieran verse.
Era absurdo, pues claramente en algún momento ella estaría en casa y ellas le habían dicho que no se cortarían un pelo en contarlo en su presencia si fuera necesario. Seguramente él creyó que no lo harían, pero allí estaban las dos, con una foto de aquella chica en la calle saliendo de casa. Se cuidaron bien de no hacerla dentro para que no fuese delito. En esa foto ella pudo reconocer a la becaria que su marido le había presentado en la fiesta de navidad de su empresa. Era tan joven e inocente… El concepto que siempre había tenido de su marido acababa de esfumarse por la ventana con sus sueños y sus planes de futuro. Sin decir mucho más, cogió las llaves del coche y se plantó en la oficina de su marido para pedirle explicaciones.
Al entrar, la secretaria se puso muy tensa y la saludó. Acto seguido levantó el teléfono con intención de avisar a su jefe, pero ella la miró con gesto de asesina y, entendiendo perfectamente lo que le quería decir, bajó el aparato despacio y lo colgó de nuevo. Entró de golpe sin llamar y allí estaba, su marido tan apuesto y elegante con la camisa medio abierta y el cinturón desabrochado cobijado entre las piernas de una chica que podría ser su hija, que metía las manos con pasión por el hueco de la camisa.
Él gritó “¡NO!” como si algo ocurriese sin querer… Él le dijo que se estaban despidiendo, que había cometido un error, que la amaba… Ya os imagináis lo predecible de todo esto. Lo que nadie hubiese predicho fue la reacción de ella.
Cuando volvió a casa enfrentó a sus amigas “Me habéis jodido la vida. No quería saberlo”.
Volvió a casa de sus padres un tiempo mientras el divorcio no se hizo efectivo. Más tarde volvió, cuando recuperó su casa y él se tuvo que ir. En un principio se planteó renunciar a todo, pero luego pensó mejor y decidió que al menos merecía seguir con su vida.
Entró en aquella casa vacía y no aceptó visitas nunca más de nadie que no fuese su verdadera familia. Solamente vieron llegar en una ocasión a alguien, a aquella becaria. La pobre, confundida, timbró esperando encontrar a su amante. Al abrir ella la puerta se quedó helada. Ella, gritando muy nerviosa le dijo que tenía muy poca vergüenza y, antes de irse, le dijo que debía ser más consciente de cuando se aprovechaban de ella, que hoy era joven y hermosa, pero eso se acabaría y no debía arrimarse a alguien que utilizase su situación de poder para acercarse a ella. LA chica se echó a llorar y se disculpó, ella le dijo que por mucho que le diera pena, tenía que salir de allí inmediatamente. Pero nunca más quiso hablar con sus amigas, pues era más feliz en la ignorancia, cuando su marido organizaba barbacoas una vez al mes y se iban de vacaciones 15 días en agosto a las islas.
Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.
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