Hacía un tiempo que pasaban cosas extrañas en mi casa. La despensa solía estar siempre llena de alimentos no perecederos y la nevera relativamente llena de productos frescos. Pero, a pesar de que mi hija este año comía en el comedor del colegio, de pronto tenía que ir a comprar con mucha más frecuencia.

Después de varias semanas en que empecé a marcar algunas cosas, creyendo que me estaba volviendo loca, comprobé que, efectivamente, alguien se estaba llevando paquetes de pasta, latas de conserva, paquetes de galletas, etc. Hablé con mi marido y, por su cara, diría que creyó que le hablaba de broma. Pero entonces vino conmigo y, comprobando que él mismo había comprado magdalenas el día anterior, solamente quedaba la bolsa que había abierto esa mañana.

Solamente quedaba una opción: nuestra hija. Pero, con 11 años, ¿para qué quería ella llevarse bolsas y bolsas de super cada día, si nunca le prohibimos coger nada de la despensa cuando quisiera?

Le preguntamos si sabía por qué estaba desapareciendo comida de casa y ella, muy nerviosa, dijo que no sabía de qué hablábamos. No nos quedaba otro remedio que pillarla en el acto para que confesase. La vimos tan nerviosa que no quisimos forzar.

Esa mañana, como todas, ella se preparaba para salir hacia la parada del bus mientras yo encendía mi ordenador y su padre cogía las llaves del coche. Pero entonces vi que sacaba de la mochila una bolsa de esas reutilizables y se dirigía a la despensa. Cuando su padre y yo entramos estaba metiendo un litro de leche y un paquete de cacao en polvo. Al vernos se asustó tanto que le calló al suelo el frasco de garbanzos que estaba apunto de agarrar. Nosotros, viendo el pánico en su mirada, nos agachamos a recoger el desastre y la llevamos al salón.

Allí, más tranquilos, pudimos explicarle que no le íbamos a reñir, pero que debía contarnos por qué estaba llevando todo eso al colegio cada día. Por su expresión temía que estuviera siendo extorsionada o amenazada por algún niño o niña del colegio y que por eso se comportaba así, pero ella, lejos de sentir miedo, nos dejó clara la profunda pena con la que lidiaba cada día.

Su nueva amiguita del cole le había contado que su mamá y ella vivían en el barrio de al lado desde hacía poco. Antes vivían en otra ciudad, pero su papá había hecho cosas muy malas y habían tenido que irse lejos sin mirar atrás. Ahora su mamá había encontrado un trabajo y aquella niña lloraba cada día por no poder ayudar a su madre que tanto había sufrido. Además tenía miedo de que, si pedían ayuda, alguien creyese que su madre no era capaz de mantenerla y la obligasen a irse con el padre. Así que, entre las dos, habían orquestado una mentira piadosa. Se les había ocurrido decirle a la madre de la niña que ella había ganado un concurso del cole por el cual un supermercado le mandaba pequeños lotes cada semana durante ese año. Como nuestra hija le dijo que en una habitación de casa había siempre muchísima más comida de la que necesitábamos, ella podría ayudarla y así, entre las dos, colaborar con aquella madre tan luchadora.

No podíamos enfadarnos. Toda la intención había sido maravillosa, pero las cosas se hacían de otro modo. Decidimos, tras mucho pensar, hablar con la mamá de la niña. Le daría mucha vergüenza, supusimos, pero era mejor hablar las cosas que seguir con aquel acuerdo extraño.

Cuando le dijimos  que queríamos hablar con ella creyó que sería sobre una pijamada que las niñas estaban organizando. Palideció cuando le contamos lo que había estado pasando en nuestra casa y, antes de contarle nuestra conversación, ella entendió todo por lo extraño de aquel “premio escolar”.

Las niñas habían hecho una carta y todo con el sello del colegio donde le informaban que, al ganar el concurso de pintura sobre reciclaje de aquel año, le mandarían cada viernes una bolsa llena de productos del super. Cada día, nuestra hija iba llevando cosas en su mochila y lo escondían en un armario de clase. Los viernes, su amiguita salía con la bolsa llena como si tal cosa para que su madre no tuviese que ir al super. Aquella mujer no pudo evitar echarse a llorar. Ella tenía un muy buen trabajo y sus padres siempre la habían ayudado mucho, pero su ex había convencido a la niña de que sin él, no tendrían ni para comer y ella no había reparado en cuanto aquellas frases habían calado en su hija.

Ambas acudían a terapia con frecuencia, pero este tema lo había llevado tan en secreto que ni su psicóloga sabía nada. Nos pidió infinitas veces disculpas, no sabía cómo devolvernos todo lo que su hija le había dado durante esos dos meses. Nosotros le dijimos que no pasaba nada, que nos lo compensase encargándose ella de las pijamadas esas que las niñas estaban programando. Ella se rio y la situación quedó en una preciosa anécdota en la que, dos niñas con unos enormes corazones, intentaban arreglar el mundo con sus cabecitas aun en formación, pero con mucha imaginación.

Aquella mamá y yo nos hicimos bastante amigas y me gusta decir que, gracias a mi hija, nuestra red de apoyo familiar también fue creciendo.

 

 

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

 (La autora puede o no compartir las opiniones y decisiones que toman las protagonistas).

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