A pesar de que nunca he sido la típica chica guapa con el típico cuerpazo, nunca he sido insegura en cuanto a mi físico. Me miraba en el espejo y me alegraba de tener un cuerpo sano que me llevaba a todas partes y lo lucía por ahí con la mejor de las actitudes. Al que le gustara, bien. Al que no, pues también. Esa solía ser mi máxima. Sin embargo, no es menos cierto que me gustaba ir arreglada y sacarme partido. Destacar mis puntos positivos y disimular los que no lo eran tanto.

Cuando conocí al hombre con el que me casaría unos años más tarde, solía ir siempre de punta en blanco.

Me planchaba el pelo, me maquillaba, me ponía vestidos y tacones. Además de que me ponía cremas, me depilaba con meticulosidad, me hacía las uñas… un montón de cosas que dejé de hacer en el último trimestre de embarazo, por razones obvias. Y que dejé de hacer por completo cuando di a luz. Creo que por razones más que obvias, también.

La verdad era que no me apetecía nada. Porque estaba siempre cansada hasta el extremo, porque tenía cosas mucho más urgentes que hacer que hidratarme los pies y porque me veía tan horrible que me daba la sensación de que no merecía la pena.

Jamás me había sentido así, pero lo cierto es que no reconocía mi cuerpo. No me gustaba nada el cambio que había dado y no me veía bien con nada. La ropa no me quedaba bien, el maquillaje no hacía nada por mejorar mi cara de zombi y lo único que quería era usar ropa cómoda para destetarme cuando y donde fuera necesario. Así que entré en un bucle de cara a duras penas lavada, leggins premamá y camisetas oversize del que me iba a costar salir. Y del que no era del todo consciente ni me preocupaba demasiado hasta que, ese cambio, a priori poco relevante, terminó con mi matrimonio. Porque sí, chicas, mi marido me dejó cuando dejé de maquillarme.

Con un par. Me dejó porque dejé de parecerle atractiva. Así me lo dijo un día, de buenas a primeras: ‘Te quiero, pero ya no me pones y encima eso te da exactamente igual. Ni siquiera lo intentas’.

Y lo peor de todo es que lo primero que hice fue intentar cambiar, es decir, volver a ser la de antes. Por él, no por mí. Lo cual, claro, no funcionó. Intentar volver a parecerle atractiva no solo resultaba agotador, sino que también contribuyó a abrirme los ojos y darme cuenta de que era señal de que algo más importante iba mal. Que coño, él era lo que estaba mal.

No conseguí volver a gustarle y encima empezaba a no gustarme a mí misma. Ya no solo en cuanto a mi físico, que al final nunca me pareció tan importante. Es que darme cuenta de que me estaba esforzando tanto para volver a gustarle a él como le gustaba la mujer que a todas luces y niveles ya no era, me hizo dejar de gustarme a mí.

Con eso y todo, como ya he dicho, fue él quien me dejó. Pero, para cuando lo hizo, ya me daba un poco igual. Para mí ya empezaba a ser solo el padre de mi hijo, no el hombre al que se supone que quería ni el que se supone que me quería a mí más allá de mi apariencia.

Hoy por hoy, menos de un año después de firmar el divorcio, vuelvo a ponerme vestidos, tacones y no suelo salir de casa sin la raya del ojo pintada. Pero porque YO quiero.

 

Anónimo

 

 

Envíanos tu historia a [email protected]

 

Imagen destacada