Llegaste de repente, sin frenos ni arrepentimientos. No se te ocurrió preguntar ni pedir permiso, porque en el fondo sabías que el amor no se ruega, sino que se ofrece, se demuestra. Y yo, ingenua, te recibí como quien se acerca a la orilla en invierno para huir después cuando llegan las olas. Sabía que no estaba preparada para la frialdad de tus días malos, de tu rabia contenida, de tus tormentas internas… Pero el sabor de los días buenos, al igual que el recuerdo de la playa en verano, me mantuvo en esa orilla hasta que las olas me salpicaron. Y como si de una novela de amor se tratase, me fui enamorando lentamente, y luego, de golpe.

 

Pero te fuiste, desapareciste como lo hacen los insectos al bajar las temperaturas. Tu boca se llenó de excusas y perdones a medio terminar. Con lágrimas en los ojos, te pedí un último beso y te marchaste de mi casa sin volver la vista atrás. Rota, eché la culpa a la vida, a mi suerte, a haberte conocido tan pronto, pero, sobre todo, a mí misma. 

Intenté convencerme durante meses de que tú eras todo lo que quería. Que podría reconquistarte, cambiar todas esas partes de mí que te hicieron alejarte. Luché para que te quedaras, y te busqué cada día cuando ya no estabas. Me centré tanto en ti que me olvidé de mí misma a mitad del camino.

Y hoy, cuando ya no queda ningún resto de tu olor en mi casa, cuando tu recuerdo ya no acecha mi cabeza en las noches de debilidad, puedo ver con claridad que nunca debí moldearme a tus expectativas, que nunca debí priorizarte sobre mí.

Si una persona te deja, es su decisión. Cuando hay problemas en una relación, en muy pocas ocasiones la culpa recae sobre una sola persona y ambas partes pueden decidir si luchar o abandonar. En vez de luchar por una persona que decide rendirse, deberíamos luchar por nosotras mismas, por recuperarnos, por dejar de ser una pieza rota a causa de una relación defectuosa.

Y, poco a poco, me doy cuenta de que no todo el mundo que llega a nuestra vida, lo hace para quedarse. Cada uno tenemos nuestro propio camino y muchos de ellos se separan por mucho que luchemos para evitarlo. Algunas personas llegan, te enseñan lecciones valiosas sobre ti misma y se alejan sin apenas dejar tiempo para las despedidas. Otras, sin embargo, echan el ancla en un hueco de tu corazón y te acompañan durante toda la vida. Cada uno tiene el derecho de elegir qué camino quiere tomar. Y, en vez de llorar por quien decide no estar en nuestra vida, deberíamos agradecer que esa persona se alejara para dejar paso a alguien mejor, a alguien que preferiría luchar que perderte a la primera de cambio. 

 

En el amor, no se ponen cadenas, sino que se dejan todas las ventanas abiertas, y si alguien se queda, lo hará porque es su decisión seguir cada día a tu lado, incluso sabiendo que podría estar en cualquier otro lugar. Al fin he aprendido que nuestros caminos llevaban a lugares distintos, que no es mi culpa que decidieras marcharte. 

 

Isabel M Pérez

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