¿Podemos hablar de lo que nos pasa a algunas el primer año desde que damos a luz?

¿Podemos?

Venga, hablemos de lo que nos pasa a algunas después de parir.

No me refiero a nada relacionado con la parte física del evento.

Hablo del baby blues o tristeza posparto. Pero no de las dos semanas, aproximadamente, durante las cuales la madre experimenta leves cambios en el estado de ánimo, agotamiento y momentos de profunda infelicidad y preocupación.

El baby blues está bastante normalizado. Más o menos.

Tampoco hablo de depresión posparto, esa gran desconocida, todo hay que decirlo.

Cuando tuve a mi segundo hijo y constaté que se repetía el patrón, pensé que se trataba de eso, pero busqué lo que me ocurría en internet y no encajaba con mis síntomas. No, en serio, se lo comenté al médico una vez y me dijo que nanay. Lo mío no tenía excusa.

¿Debería haber pedido una segunda opinión..? Quién sabe, ahora ya es tarde.

Así que quiero hablar de las que sufrimos esa especie de baby blues a lo grande, en versión extendida, al máximo nivel y al menos hasta que nuestro bebé sopla su primera vela.

Porque quizá somos pocas, pero sí somos.

¿Podemos hablar de lo que nos pasa a algunas el primer año desde que damos a luz?
Imagen de Jonathan Borba en Pexels

Os cuento lo que me pasaba a mí con la esperanza de que alguna se reconozca en mis palabras y se sienta menos sola.

Yo tuve a mis dos hijos por medio de sus dos cesáreas.

No hubo riesgos en ningún momento ni para los bebés ni para mí, el postoperatorio de ambos fue de maravilla y me recuperé en tiempo récord las dos veces.

En cuanto a la lactancia, todo bien también. Alguna que otra incidencia los primeros días, pero bien.

El padre de mis niños es un amor. Nuestras familias no son nada invasivas.

Mis niños, sanos sanotes.

Yo estaba feliz después de parir.

La cosa arrancó a partir del primer o segundo mes, tuvo su clímax en torno a los seis o así, y no desapareció del todo hasta que se cumplió el año.

¿Podemos hablar de lo que nos pasa a algunas el primer año desde que damos a luz?

No cabe duda de que estaba cansada, que me sentía un poco como pensando en qué movida chunga me había metido y por qué era tan diferente de lo que había imaginado. Sobre todo, tras el nacimiento del primero.

Sin embargo, en cualquiera de los dos, estaba contenta y feliz con mi cachorrín y con cómo me sentaba la maternidad.

Casi todo el rato.

Porque había momentos en los que… no sé ni cómo explicarlo, se me iba la olla.

Era como si me hubieran dado de comer después de la medianoche.

De pronto me ponía superirascible. Cualquier tontería me saba de quicio.

Me veía desde fuera y me daba vergüenza, pero no era capaz de pararlo. De pararme. De dejar de hacer el ridículo.

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Imagen de Helena Lopes en Pexels

Ya que no solo me daban los ataques en la seguridad del hogar.

Es que fuera de casa eran incluso peores.

Me estresaba muchísimo por cualquier tontería.

Recuerdo un día que fuimos de excursión con amigos (sin hijos) y me olvidé de meter una cucharita en la bolsa.

Llevaba todo lo necesario para hacer tres o cuatro biberones, había preparado un puré de frutas, cogido toallitas, 432 pañales, un chupete limpio de repuesto, un sonajero, dos mudas completas, un bote de Dalsy, etc.

Pero cuando llegó la hora de la merienda me senté en un banco y comprobé con gran estupor que no había una cucharita por ninguna parte.

¿Podemos hablar de lo que nos pasa a algunas el primer año desde que damos a luz?

Buah… la que monté.

A ver, que no es que me pusiera a destrozar mobiliario urbano como si de repente fuese yo el gran Hulk. Aunque sí que hubiera estado guay que mi marido pudiera ayudarme a serenarme acercándose lentamente y susurrándome ‘el sol ya está muy bajo’.

Imagen de Mart Production en Pexels

Desde fuera solo se apreciaba que estaba de mal humor. De muy mal humor, en realidad.

Un mal humor muy desproporcionado.

Tener que buscar un lugar para comprar una cuchara, o un bar para pedir una prestada, no era motivo suficiente para mi desmedida reacción ni para que me pasara el resto del día callada y con cara de culo.

Ese tipo de cosas me pasaban muy a menudo, siempre con circunstancias relacionadas con mis hijos.

Un instante estaba de risas, al siguiente algo hacía que la mala leche inundara todo mi ser.

Y no era cuestión solo de ponerme de mala leche y ya.

Lo pasaba fatal. Por un lado, por lo que os decía de que me veía y me daba cuenta de que esas reacciones no eran normales, que no podía controlarme y que los demás tenían que estar flipando conmigo.

Por otro, porque mi sufrimiento era muy real.

En aquellos momentos de enajenación mental transitoria algo muy oscuro se apoderaba de mí. Era como si todo mi ser me gritara lo inútil y mala madre que era.

Era una cuchara olvidada, un pezón que no se podía agarrar bien, una dermatitis del pañal que seguro se había causado por mi negligencia, una dosis de antibiótico perdida, una rabieta mal gestionada…

Entraba en una espiral de recriminaciones y autodesprecio que me hundía en la más absoluta de las miserias y me dejaba totalmente desestabilizada.

Y cuando salía del bucle y recuperaba la razón, llegaban la vergüenza y la culpa.

De ese modo me iba retroalimentando, siempre preparada para cuando la gilipollez de la semana me hiciese entrar en ese modo desquiciante y volver empezar aquel ciclo sin fin.

No perdí, ni mucho menos, las ganas de vivir. El amor que sentía por mis bebés siempre estuvo por encima y jamás les culpé ni me sobraron ni nada parecido.

Pero, mucho más a menudo de lo que me gustaría reconocer, me veía frustrada y sobrepasada por todo lo que significaba la presencia de un bebé en mi existencia.

Imagen de Elina Fairytale en Pexels

Adoro a mis hijos y me encanta ser madre.

No obstante, ahora que ha pasado tiempo para verlo con perspectiva y reconciliarme conmigo misma, soy consciente de que el primer año de sus vidas fue una auténtica mierda para mí. Y para los que estaban a mi alrededor durante cada uno de aquellos vergonzosos episodios.

Me he perdonado, pero ojalá pudiera volver atrás para pedir ayuda y ponerle remedio.

 

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