No estás sola: yo también sufrí depresión posparto

 

Fue terrible. Después de tantos años de búsqueda, de tratamientos, de abortos, de test negativos, de golpes a la puerta del baño preguntando “¿por qué yo no puedo?”, llegó el día en el que la vida me permitió ser madre y no fui capaz de disfrutarlo, al menos, durante las primeras semanas. Y me culpé y culpé a la sociedad, a la idea edulcorada de la maternidad, a las películas de Hollywood y a las series de Neox. 

Todo empezó en el piel con piel

Tras un embarazo cargadito de sustos y un parto tan largo como inesperado, nació mi hija prematura un mes de agosto en plena ola de calor. Tres horas de piel con piel en las que no se enganchó al pecho ni en una sola ocasión, empezaron a rular pezoneras y demás chismes para favorecer la lactancia materna. Llegaron a rodearme 5 profesionales para ayudar a mi hija a coger un pecho que no la alimentaba, mientras ella bajaba peso y glucosa por horas. 

Cuatro días de hospital en los cuales la niña no durmió más de 10 minutos seguidos y el resto del tiempo solo berreaba y berreaba muerta de hambre. Una madrugada, salí de la habitación reclamando a pleno grito un biberón y un ejército de asesoras de lactancia se presentaron en mi habitación para recordarme los beneficios de la leche materna y el pecado que cometía si le daba a la niña un biberón de fórmula. ¡Boom!

Entonces llegó el cansancio y se sumó culpa

Nos dieron el alta, pero seguíamos sin pegar ojo en casa. Con los pezones sangrando, llegaron las mastitis y los hongos ocasionados por el uso de la pezonera. “Soy una mierda de madre que no sabe darle ni el pecho a su bebé”, me repetía constantemente. No dormíamos ni ella ni yo, pero es que tampoco mi marido ni los vecinos. Y el cansancio llegó a volverme loca. 

La única alternativa parecía ser la fórmula y yo terminé cediendo por salud, tanto física como mental de las dos. Todo mejoró, pero yo me sentía culpable; sentía que le estaba dando veneno a mi hija por toda la porquería que me habían metido la cabeza durante mi estancia en el hospital, cuando todavía era una auténtica bomba de hormonas. Tonterías, ya lo adelanto: en mi caso, optar por la lactancia mixta fue la mejor decisión que pude tomar. 

Llegué a creer que no la quería… 

Es fuerte, pero pasó. Cada vez que escuchaba a la niña llorar, yo quería salir corriendo en dirección contraria. Exhausta, impotente, no sabía cómo sobrellevar la situación. Mi cuerpo destrozado por un parto vaginal de mil puntos, mi familia a miles de kilómetros, una familia política de calienta sillones, mi marido obligado a trabajar antes de tiempo y yo, como autónoma, incapaz de desconectar al 100 % de mi curro. Aquello me sobrepasó. 

Toqué fondo. Solo lloraba y lloraba. Con lo que yo había deseado ser madre y la pesadilla que estaba viviendo. 

Pero la quería tanto, que temía faltar 

Llegó el miedo a perderla, a perderme, porque realmente la quería tanto que mi mente comenzó a reflexionar ante la idea de la vida y la muerte. Siempre he sido consciente de que la vida es caduca, pero al tenerla entre mis brazos temí por cuestiones que nunca antes me habían preocupado de manera irracional: enfermar y morir, y perderme acompañarla, verla crecer; o, por el contrario, que ella sufriese. Salud, yo solo pedía salud. Todos los días, a todas horas.  

Pedí ayuda y ellas me salvaron

Al ser consciente de que lo que tenía era una depresión posparto, pedí ayuda a mi matrona, que me derivó al psicólogo de la Seguridad Social y me recomendó ir a un grupo de posparto que se reunía cada viernes en el Centro de Salud. Ellas fueron las que me salvaron; ellas, sus anécdotas, sus ocurrencias, su empatía, su apoyo. No estaba sola, ni tampoco loca. 

Todas habíamos llorado sentadas en la taza del váter, en nuestro único momento a solas del día. Todas habíamos pasado noches en vela con un bebé en nuestra teta agrietada mientras maldecíamos a nuestra pareja, que dormía plácidamente al otro lado del colchón. Todas habíamos conocido la maternidad, más allá de la fachada idílica que se nos vende. 

Y por eso he venido a contártelo a ti hoy, porque a mí me ayudó conocer la experiencia de otras mujeres para entender que es “normal” estar mal, que “no pasa nada” si abandonas la LME por la fórmula o si un día necesitamos salir y despejarnos, que no hay que “avergonzarse” por tener miedo en algún momento. Ninguna de esas cosas nos convierte en “malas madres”, sino en “madres reales” que aprenden cada día a ser la mejor versión de sí mismas. La depresión posparto existe y de ella también se sale, aquí estoy yo para contarlo. 

 

Anónimo

 

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