Hace unos años ya llegó a mi casa un diagnóstico, con una discapacidad asociada. Todas las personas con las que hablé en aquel momento y más adelante destacaban siempre “lo bien que lo llevábamos” y yo pensaba “¿es que hay otro modo de hacerlo?”. Nunca me gustó ese rollo de “super mamá” que se asocia a las madres de niños con alguna dificultad; yo, sinceramente, creo que no hago nada por mis hijos que no haría casi cualquier madre que conozco por los suyos. Es cierto que hay excepciones y que habrá de todo por ahí, pero en casa no vimos que pudiera existir la opción de cerrarse al mundo en un búnker de autocompasión y desconsuelo.

Poco tiempo después de explicarnos en qué consistía el asunto, nos pusimos manos a la obra a poner los medios necesarios para ayudar a nuestro pequeño y, sin mucha historia más, seguimos adelante.

Pasaron los años y mi segundo hijo parecía presentar algunas dificultades para hablar, entonces llegó una revisión en que su pediatra no estaba y la persona que nos atendió despertó todas las alarmas; viendo el historial familiar, nos mandó a un especialista a por un segundo diagnóstico que, obviamente, no llegó. Las cosas no son así, hay que respetar los tiempos de cada niño, y tener un diagnóstico en casa no hace que cada bache en el camino del resto de miembros de la familia lleve necesariamente una etiqueta asociada.

Hace cosa de un año, mi bebé (la tercera), sin más, dejó de crecer. Pasó seis meses sin engordar nada, sin crecer ni un cm y dio un freno absoluto en su desarrollo, llegando a cumplir un año y medio sin andar, ni trazas de hacerlo, sin hablar ni una sola palabra y con cero intención comunicativa.

Como es de esperar, saltaron todas las alarmas. Como nos pasa siempre en la seguridad social cada vez que necesitamos un seguimiento, nuestra pediatra de siempre no estaba (si, otra vez) y las personas que se repartían su trabajo nos pusieron en lo peor, hablando en términos que no entendíamos y pidiendo pruebas que esperaban que arrojase un poco de luz a este caso tan serio, según ellos.

A los dos meses tuvimos que volver y nuestra doctora de siempre nos recibió con cariño. Los resultados de las analíticas habían salido bastante bien, dentro de las circunstancias, y en ese tiempo la niña había engordado ya un poco, así que quedaba todo en manos del especialista.

En la primera consulta veía varias banderas rojas, aunque es esta segunda visita parece que nos vamos aproximando al desarrollo esperado a una niña de su edad. Todavía nos falta camino y todavía no tenemos una explicación lógica a aquel estancamiento pero, a la espera de más pruebas, parece que ahora es solo cuestión de esperar.

En todo este tiempo no os hacéis una idea de todas las vueltas a la cabeza que hemos dado. Porque saber que hay una dificultad es algo asumible, pero no saber si hay algo o no, no saber si de haberlo tiene o no solución, en qué nos podrán ayudar y en qué no, es una angustia bastante difícil de asumir. No es que prefiera que me den malas noticias, pero la falta de información si me juega alguna mala pasada.

Pensando seriamente en la posibilidad de que ese diagnóstico llegue no puedo evitar sentirme mal por mis hijos. Siempre tendré la sensación de que todo lo que haga por ellos (por los 3) es insuficiente, pero además, con todas estas cosas que nos rodean… Esta vez ¿“lo llevaría” igual de bien? Todos los que vivimos estas realidades sabemos que, si no eres rico, tus hijos neurodivergentes no van a tener las mismas oportunidades que el resto, es un hecho. Hay mil avances hoy en día, se sabe cada vez más, pero todos los recursos son muy caros y, para una familia obrera, prácticamente inalcanzables. Toda esta información me produce una rabia extrema ya que jamás entenderé por qué existen estos agujeros en la sociedad, estos baches que nadie quiere asfaltar, por qué se permite que familias de niños en situaciones complicadas deban elegir si ayudarles o comer…

Por ahora cruzo los dedos por que mi bebé siga evolucionando y, de no ser así, aquí estará su familia para ayudarla en lo que necesite y para seguir amándola como lo hemos hecho desde el primer momento en que llenó sus pulmones de aire.