POKÉMON ME SALVÓ LA VIDA
Siempre he sido una niña muy risueña a pesar de todos los problemas que, desde pequeña, han acechado a mi familia. Como en tantas otras, las separaciones familiares, un padre ausente, las deudas, las dificultades para pasar final de mes con dignidad, etc. han estado siempre presentes. La verdad, desde que tengo uso de razón, el dinero y las relaciones siempre han sido un problema en casa.
Mi madre, crack entre las cracks (supongo que todas decimos lo mismo de nuestras madres, pero es que ¡mi madre es la mejor!), siempre se preocupó en que yo no notase que faltaban eureles en casa. Entre ella y mi abuela, íbamos tirando. Pero claro, cuando en una casa hacen falta ingresos para cubrir las necesidades básicas, el ocio pasa a un segundo, tercer o cuarto plano.
Gracias a la biología (que no a Dios) y a un cúmulo de casualidades, en casa también vivía mi hermano. Éramos mi madre, mi hermano y yo. Él me saca quince años, por lo que mientras yo empezaba preescolar, él ya estaba ganando su sueldo. Mi hermano, hacía a la vez de padre. Era guay porque estaba más al día de las cosas que molaban que mi madre. Y, aquí fue, cuando apareció Pokémon.
No sé vosotras, pero yo me levantaba cada fin de semana a las ocho de la mañana para pegarme a la tele (de tubo, por supuesto) y ver Pokémon.
Permitidme hacer aquí un inciso: Pokémon mola más de Digimon. Fin del inciso.
Era (y soy) fanática de Pokémon nivel tener el pack básico de pokemaníaca: camiseta del mercadillo con los Pokémon de la primera generación como si estuvieran malitos o fueran todos shinnys (obviamente ninguno estaba pintado del color que tocaba) y tenía a Pokachu, Bulbassir, Charmondar y Squriting; también tenía posters y la peli de Mewtwo que compraba con mi tío en Sant Antoni (para quien no sea de Barcelona, son unas paradas a modo de feria que ponen cada domingo por la mañana y venden cosas extremadamente random); los tazos corrían a cargo de mi yaya y venían con las bolsas de Pelotazos que me compraba cada vez que venía a buscarme al cole; pero… me faltaba lo más importante: una GameBoy. ¿Qué clase de entrenadora soy si no puedo entrenar mis Pokémon?
Lloré muchas mañanas, tardes y noches preguntándole a mi madre que por qué los Reyes Magos no me traían la Game Boy que tanto pedía si me portaba bien y sacaba buenas notas. Le suplicaba que me iba a portar mejor que ninguna otra niña. En ese entonces no entendía que los Reyes Magos aka mamá no tenían solvencia. No fue hasta un par de cumpleaños más tarde que mi hermano, junto a su novia (a día de hoy es mi cuñada y madre de mis sobrinas), me regalaron mi Game Boy Color lila transparente con mi primer juego de Pokémon, y hasta día de hoy mi favorito, el Pokémon Amarillo.
No tenía ni idea la de horas, días, meses y años que me iba a acompañar ese aparato. Fue mi primera consola. La llevé conmigo a todos sitios, dormía con ella, iba al baño con ella, me la llevaba al patio para usar el cable link… lo típico. Aunque el lugar en el que más horas le eché fue en los fines de semana que me tocaba con mi padre. Os he comentado por encima que mi madre y mi padre aka el señor que puso el esperma y se piró, se separaron, más específicamente cuando yo tenía 5 años recién cumplidos. Yo nunca quería irme con mi padre. Era una persona egoísta, manipuladora, no se hacía cargo de mí y me dejaba con quien fuera con tal de no cuidarme. Y esa consola me ayudó a evadirme de todos los momentos oscuros que se estaban cocinando a mi alrededor.
Sinceramente, no puedo estar más agradecida a mi hermano y mi cuñada por ese regalo. Para vosotras, posiblemente, solamente sea una consola. Para mí, fue un salvavidas.