Amores, esta pregunta es totalmente en serio. Yo no sé si también os pasa —que me gustaría saberlo—, pero esto es algo que, de verdad, me alucina y me deprime a partes iguales.

¿Qué le pasa a la gente ya de cierta edad con eso de hablar de la gente que se muere?

Y no hablo de notificar la muerte de un conocido, sino del tema como algo recurrente. Porque, de verdad, yo no lo entiendo. Y os voy a contar un poco todo esto porque es algo que en mi familia pasa mucho, sobre todo en la parterna.

Mi padre tiene tres hermanos, todos mayores que él —es el chiquitín, más tierno mi papu— y vienen de un pueblecito de Castilla y León. A ver, yo entiendo que claro, si ellos son mayores, las personas que conocen y que quedan en el pueblo lo son más, y la vida es como es: la gente muere. Y es normal que cuando sucede, uno se entera, llama a los otros, y «ay, qué pena, que fulanito ha muerto» o «mira tú qué desgracia, que la madre de menganito ha muerto». Y todo estaría bien si se quedase ahí. Pero no, no habría artículo hoy si todo se quedase ahí.

¿Por qué demonios en todas las reuniones y conversaciones se habla de esto?

Es que es alucinante cómo las conversaciones pasan de hablar vagamente de cómo están, de algunas tonterías que han hecho los nietos, al «ay, es que no veas… ¿te acuerdas de fulanito, que murió de cáncer? Pues resulta que menganito, el que vive al final del pueblo, en la casa de la derecha, murió cinco años después… ¡de cáncer también! Es que no somos nadie». Y, de repente, toda la conversación gira en torno a gente que hace como veinte años que no ven, que han muerto en los últimos cincuenta años, y de los que han hablado ya hace dos meses, la otra vez que se reunieron.

O de historias que empiezan con un «¡Anda! ¿Te acuerdas de Pepito, que fue conmigo a la escuela? […] Sí, hombre, el que emborrachaba a los perros […] Pues fui allí, donde vivía, para darle una sorpresa, porque vaya alegría se iba a llevar… ¡y resulta que se murió!».

¿Pero qué os pasa?

Yo, de verdad, lo pienso. Tengo sobrinitos que son la mar de monos —que yo no quiera ser madre, no significa que no me gusten los niños, yo adoro a mis sobrinos y a mis sobrinos postizos—, que hablen de ellos, de las monadas que hacen. «Ay, mira, que se le están cayendo los dientes de leche» o un «pues el otro día le dieron las notas y dicen que se porta muy bien». Yo qué sé, algo alegre, ¿pero muertos? Que encima, es que casi siempre acaban nombrando a las mismas personas, y es como vivir en un disco rayado.

¿Sabéis lo peor? Que creo que esto es cosa de la edad, y que en mi entorno cercano ya está empezando a suceder.

A ver, de momento, salvo un suceso puntual y doloroso —momento en el cual es normal hablar del tema, tampoco nos pongamos aquí tremendistas—, no es que sea una conversación recurrente. Pero las enfermedades sí. Y eso me deprime. Que soy la primera que tiene mil cosas, que mis padres cuando me hicieron debían estar la mar de cansados —el calor del verano, seguro, porque soy una niña de primavera, solo hay que echar cuentas—, he salido con muchos defectos de fábrica y que ya rozo la cuarentena, la estoy viendo llegar.

Pero leñe, ¿tanto como para que las conversaciones sean así de deprimentes? Chica, yo voy con toda mi alegría a hablar con alguien, y me empieza a decir que si es que hace tres años le empezó a doler la espalda al levantarse cada día, que si ahora es que tienen contracturas, que a ver si me llega la menopausia ya, que si es que cojo resfriados como para ser una fábrica de mocos, que es que en nada ya me muero, y a mí se me cae la vida a los pies.

Y ojo, no hablo de amigas que lo sueltan por las risas —que las tengo—, sino de esas que es que ya parece que ven los setenta a la vuelta de la esquina y se ponen en modo abuela dramática. Os digo yo que de hablar de enfermedades, a hacerlo de muertos hay, un paso. Que no sé si esto os pasa también a vosotras y os deprimís de igual modo, o es que soy una rancia de manual.

Así que, por favor, que hablar de estas cosas no está mal, pero que no sea vuestro monotema, que aún habemos personas que queremos disfrutar un poco de la vida y no salir de una reunión de familia o de una comida con amigas sintiendo que nada más llegar vamos a tener que tomarnos un montón de calmantes para dormir porque estamos viejas, y que de un momento a otro va a venir la muerte a buscarnos para dar más temas de conversación a las que nos sobrevivan. La vida es muy corta para andar tristes.

Nari Springfield.