Anna: «Estaba en plena adolescencia. Me gustaba mucho un chico y, aunque no estábamos saliendo, teníamos el rollito típico de comernos los morros cuando nos pillábamos por los pasillos, quedar a tomar algo por las tardes y demás. Un día estaba acatarrada, pero no por eso iba a dejar de enrollarme por las esquinas con este chico. Pues nunca más, ya te lo digo. Estábamos en pleno morreo cuando de repente empiezo a notar la nariz húmeda… que se me estaban cayendo los mocos, vamos. Yo estaba tan cortada que no solo no dejé de besarle, sino que abrí los ojos y vi que mis mocos se mezclaban en su boca. Mi ligue me apartó y fui la comidilla del colegio durante un mes».

Judit: «Sucedió en mi primer trabajo. Yo aún no pensaba en las consecuencias de lo que pasaría si se enteraban, y a decir verdad, era un momento de bonanza, en el que si no encontraba un trabajo a la primera, lo haría a la segunda. El caso es que yo estaba saliendo con una chica preciosa en aquel entonces, me tenía tontísima, y sobre todo calentísima. Nos pasábamos el día mandándonos mensajes guarros hasta que quedábamos y nos hacíamos de todo, con lo que yo siempre iba mojada a todas partes. En una de estas no pude más y me encerré en el baño del trabajo, móvil en mano, leyendo sus mensajes, y comencé a masturbarme como si no hubiera un mañana. Llegó un punto en el que olvidé por completo dónde me encontraba, y cuando llegué al clímax grité. Cuando volví a mi mesa, todos estaban rojos, pero mi jefe más. No, no tuvo que despedirme. Me fui yo por pura vergüenza a la mañana siguiente».

Helena: «Mi madre siempre me dijo que, para ir al médico, debía usar mi mejor ropa interior. Nunca entendí el interés que podría tener un doctor (y esperaba que no lo tuviera) en mis bragas, así que lo tomé como cuento de viejas y nunca le di importancia. Eso fue hasta ese día. Tenía que hacerme una revisión médica sin más y me vestí con mis mejores galas: pantalones anchos, sudadera y «las bragas». Las bragas especiales, las bonitas, las preciosas… coño, las bragas de la regla. Unas braga-faja de color negro que me llegaban hasta el sobaco y tenían más hilos que un jersey. Total, que poco me imaginaba yo que el buen doctor me haría una revisión exhaustiva… en ropa interior, por supuesto. Yo me movía por la consulta, hacía gestos de coordinación, me tumbé en la camilla… y las bragas se rajaron en el mejor momento, justo en la zona del ojete. No volví. (Qué razón tenías, mamá).

Silvia: «Esto pasó con mi último novio. No tengo muy buenos recuerdos de él, pero siempre que me acuerdo de esto me meo de la risa. Estábamos solos en su casa dispuestos a darlo todo, de modo que entre comedor y pasillo nos fuimos quitando la ropa y atacándonos como animales salvajes. Tal fue el frenesí que no nos dimos cuenta que la puerta de la calle se abría, ni de que entraba gente, ni de que se ponían a hablar justo a un metro de nosotros mientras chillábamos como monos en celo. De repente, paro un momento y escucho un fugaz: «¿Cariño? X, te encuentras bien, ¿cielo?» Ay, Dios mío, me quise morir. Toda la familia, incluida la dulce abuelita, habían llegado a la casa para celebrar el 80 cumpleaños de esta última, que fue quien preguntó al entonces mi novio qué pasaba. De verdad que yo quería esconderme en el armario o saltar por la ventana, pero tuve que tragar saliva y salir al salón con toda la familia reunida».

EGA