Creo que hasta me da un poco de vergüenza atreverme a hacer este post. Yo, la reina de lo complicado, ama y señora del drama, nacida para desestabilizarlo todo. Bueno, supongo que será por eso por lo que soy tan capaz de apreciar la sencillez como lo que es, una virtud absolutamente maravillosa.

Hablo de personas sencillas, de planes sencillos, de momentos sencillos. Hablo de instantes, de segundos, de estados mentales. Hablo de sensaciones, de comportamientos, de formas de proceder. Hablo de esa paz que algunas personas son capaces de darte, de lo bonito que es respirar hondo e inundarse de uno mismo, de cerrar los ojos y disfrutar del silencio.

Las personas sencillas, que no simples, nos dan calma, nos aportan equilibrio, nos enseñan a disfrutar de la vida de otro modo, nos hacen ver que no hace falta más de la cuenta para que sea suficiente, nos permiten apreciar los pequeños detalles, las cosas del día a día que tanta importancia tienen y tan poco valoramos.

La sencillez no hay que confundirla con vacío, con silencio, con simpleza. La sencillez hay que saber apreciarla como modo de vida, tanto en lo bueno como en la malo, no hay que dramatizar los malos momentos, igual que no hay que elevar a la máxima potencia las pequeñas alegrías, hay que aprender a gestionar cada cosa en su justa medida. Qué gracia me hace escribir estas cosas, porque luego soy absoluta y completamente incapaz de llevarlas a cabo, pero estoy en ello y es lo que cuenta.

Por unas cosas u otras últimamente han llegado a mi vida cantidades ingentes de sencillez y he aprendido a valorarlas, dentro de la vorágine de sentimientos y emociones que me han embargado siempre, he aprendido (o estoy aprendiendo) a darle cabida a la calma, a la paz, al silencio.

Desde hace muy pocos meses ha llegado una persona a mi vida que a mis ojos es la sencillez personificada, es feliz con poco, no necesita casi nada y es tanto lo que transmite sin apenas hablar que a mí hasta me da miedo. Su forma de escucharme, de quitarle importancias a las cosas que me hacen daño, de bajarme a la tierra cuando mi cabeza se está yendo por derroteros que no son, su forma de mirarme y de pedirme sin hablar que me relaje y disfrute del tiempo, sin más, sin adornos, sin risas, sin lágrimas, solamente estando.

Qué necesarias son las personas así y qué poco las sabemos valorar.

Además de la llegada de esta persona a mi vida, el año pasado acudí semanalmente a unas clases de arte dramático muy distintas a todo lo que había probado hasta la fecha. Eran clases más bien de conocimiento de uno mismo, tanto corpórea como mentalmente. Cada día hacíamos ejercicios de encontrar nuestro centro, de callar nuestros pensamientos, de bucear en nuestra mente, de escucharnos, de mirarnos con lupa, de revivir los momentos más felices de nuestra vida y los más tristes también.

No sabéis cuantísimo aprendí de misma, no tenía ni idea de todo lo que tengo guardadito dentro. En un ejercicio de introspección nos pedían que encontráramos qué muñeco de Inside Out (la película: ira, miedo, alegría, tristeza o asco) teníamos ese día controlando nuestras emociones. Soy una chica empapada de alegría hasta las trancas, llena de miedos que no reconoce e incapaz de controlar mi tristeza cuando aparece. Sin embargo, me encontré con la ira. Al despojarme de todo y quedarme desnuda, frente a un espejo imaginario, encontré la ira, en el centro de mi ser. No sé muy bien por qué, no sé que significa, sólo sé que no tengo ni idea de quién soy y no sabéis lo apasionante que es descubrirse a uno mismo.

Si tenéis la suerte de contar con personas sencillas, que lleven una vida sencilla, que sepan querer sencillo, apreciadlas, queredlas, cuidadlas y aprended muchísimo de ellas. No sabéis el regalo que son.

Si no tenéis esa suerte, tratad de llenar de sencillez vuestras vidas, quitad lo superfluo, buscad la paz, inundaos de vuestra esencia. Haced ejercicios de respiración aunque sea un par de veces por semanas, parad en seco y sacad tiempo para escucharos y sentiros. Dedicaos tiempo, es el mejor regalo que os podéis hacer.