Tengo miedo. Cada vez se oye más la posibilidad de retirar las mascarillas. A ver… que yo siempre he dicho que estaba deseando olvidarme de ellas, pero la verdad verdadera es que ya me he acostumbrado y tener que quitarlas de mi vida me apetece menos que un día de playa con diarrea.
Con las mascarillas me ha pasado como con el café: al principio no lo soportaba, pero con el tiempo he ido viéndole las ventajas y ya no puedo vivir si él.
Antes empleaba una buena parte de la mañana en maquillarme. Y otro tanto a la noche en desmaquillarme. Con las mascarillas paso de todo. Da igual la cara que tenga, que me puedo tapar desde las ojeras hasta el mentón. Una maravilla. Es más… ese tiempo extra hace que pueda levantarme más tarde y ahora las ojeras ya no son tanto problema.
Cuando vuelvo al trabajo después del descanso ya no tengo que preocuparme por si se me ha quedado un cacho de almuerzo entre los dientes. Esto me da una tranquilidad y una confianza que ni las bragas menstruales chica.
El bigotillo. Yo ya no me lo depilo hasta que tenga que sacarme fotos para el carnet.
La falsedad. ¡Qué gusto no tener que fingir la mierda que me importa lo que me estén contando con cara de que me importa! Con media cara tapada, con estar mirando hacia esa persona es suficiente. El resto da igual. Por debajo como si le estás sacando la lengua.
Pasar de la gente es ahora mucho más fácil. “Uy… es que con la mascarilla no te había reconocido…”
Estamos evitando el aliento de la gente. El nuestro no, vale… pero eso es como los pedos: lo que sale de nosotros siempre es mejor que lo del resto. No me digáis que queréis volver a oler el alioli de esa persona que no sabe hablar a más de un palmo de tu cara.
Y lo que es peor… Todos hemos descubierto ya a estas alturas que cuando conocemos a una persona con mascarilla, nuestro cerebro construye el resto de esa cara misteriosa a nuestro gusto y cuando descubrimos la realidad… ¡¡OH DIOS MÍO!! No hay una sola cara que mejore a la imaginación. Estoy segura de que Picasso se rodeaba de gente con mascarilla hasta que les pidió quitársela para hacerles un retrato. Y seguramente lo mismo le pasó a quien restauró el Ecce Homo.
Pero el problema real no es descubrir lo feos que son los demás. El problema es que el resto lo descubra de mí. Seguramente esa gente no se ha imaginado el resto de mi cara con bigote y con un gesto de “me importas un cagao”.
Así que rezo porque no nos quiten las mascarillas y me vea obligada a tener que ver la cara completa del nuevo repartidor de agua, porque ya no tendré la posibilidad de ocultar la cara de decepción al ver como mi “chico de la cocacola” se convierte en el nuevo Ecce Homo.