Amigas, quedan pocos días para cerrar el año, y por ahí dicen que es bueno hacer balance de todo lo que hemos conseguido y de aquello que queremos conseguir. Yo no sé si a alguna de vosotras os pasa como a mí, pero no pienso que el final del año suponga un gran cambio en nuestras vidas. Más bien, me parece un momento para disfrutar de la buena compañía y comer de todo hasta hartarse.

¿Qué significa hacer balance?

Cada principio de año, muchas personas hacen una lista de propósitos por cumplir: un trabajo nuevo, acabar alguna cosa pendiente, encontrar el amor, viajar mucho más, dejar de fumar… Parecen encontrar en el comienzo de año la voluntad necesaria para hacer aquello que, por diferentes motivos, no han hecho el resto del tiempo. Plantearse estos propósitos, ayuda a atreverse a hacer cosas que apetecen pero que, en muchas casos, dan miedo o pereza. Lo que traducido quiere decir que buscamos excusas para hacer o no cada cosa.

Cuando se acerca diciembre, parece una obligación pasar lista y comprobar si realmente hemos cumplido con esas promesas de enero.  Puede que algunas sí hayan sido tachadas de la lista, pero también puede ser que otras sigan ahí, vagando en el limbo. Esto puede provocar dos cosas: alegría por lo alcanzado y frustración por lo que no se ha hecho.

Pero, ¿qué más da? El final de año no implica que aquello que no se ha alcanzado ya no se pueda alcanzar. No significa que hemos fracasado si seguimos igual que el año anterior o si seguimos teniendo los mismos miedos que antes. No debería suponer un tiempo límite para ser valientes, si no una nueva oportunidad para seguir intentándolo.

El final de año no es el final de nada, es la continuación de algo bueno. Algo mejor.