Ando algo sensible estos últimos días porque una buena amiga ha perdido a alguien especial y no quiero ni pensar por lo que debe estar pasando.

Por desgracia, ha desaparecido alguien con quien conectó desde el principio, con quién ha compartido momentos maravillosos y no tan buenos. Fue un amor a primera vista y el hecho de tener que despedirse de él ha sido el mayor pesar por el que puede pasar una mamá perruna.

Sí, habéis leído bien, ha perdido a su perro. Muchos podrían pensar que menuda estupidez, pero yo no quiero empatizar con ella en este instante porque me entran los siete males.

En mi caso, mi perra Leia es mi mayor tesoro. Llegó en un momento de baja autoestima, justo cuando me sentía más derrotada e inútil. No fue solo un momento de crisis existencial, sino mucho peor, era un trance personal del que pensaba que no saldría con vida (sí, soy intensa, pero espero no volver a sentirme así nunca).

Ella era una perrita abandonada en un cubo de basura, la dejaron ahí como si no valiese nada, pero así era exactamente como me sentía yo en ese mismo momento.

Al enterarme por redes sociales, quise conocerla. Fue el 11/11/2011, fecha redonda e inolvidable, más que nada porque jamás nadie me había mirado con esa inocencia y ni me habían cedido una pata sin pedir nada cambio.

Dicen que tú no escoges al perro, es él o ella quien decide con quién quiere estar. Ella tenía 4 meses, se acercó a mí, me quitó las gafas y echó a correr como diciendo: vamos a jugar, mamá. No pude hacer otra cosa más que adoptarla y darle mi amor de manera incondicional.

En mi casa fue algo sonado porque no era una perrita pequeña, sino una podenca de casi 20 kilos que suelta un pelo horrible, pero mira, así me obligo a ser más pulcra en casa.

No puedo ni imaginar que sería mi vida sin ella. Me ha enseñado que vale la pena madrugar para ver amanecer cada día y poder disfrutar de largos paseos por las noches, que todo tiene un ritmo y un proceso natural que no podemos cambiar a nuestro antojo y que todos podemos llevarnos bien, aunque seamos diferentes.

Parece una estupidez, pero un perro no juzga a un igual como lo hacemos los humanos, ni lo criticamos ni intentamos ridiculizarnos, tan solo lo huele e intenta saber algo más y si encima se puede, jugar un rato. ¡Tan simple como eso!

Cuando ella no esté, sé que voy a necesitar mucho ánimo, cariño y fuerza para seguir hacia adelante, pero no quiero ni imaginarme que será mi vida sin verle las orejitas puntiagudas y esa mirada llena de amor. Siempre recordaré esas primeras miradas cuando le decía: “¡Leia, yo soy tu madre!”.

Toda esta ñoñería la comparto con vosotros porque sé que muchos habéis vivido este momento o puede que os asuste como a mí que ese instante se acerque, pero si algo hemos aprendido de nuestros hijos cánidos es que pase lo que pase, hay que seguir caminando.