Somos retazos, historias vividas, viajes, mudanzas y maletas deshechas. Dentro de nosotros hay un mosaico creado a base de vivencias, pensamientos y sueños que cumplir. Un collage de recortes. Un cuaderno de anotaciones.

Por eso cuando alguien se marcha, nuestro mosaico o nuestro cuaderno,  se recoloca para incluir una pieza (o dos o tres o veinte) con todo lo querido, reído, visto… en definitiva, vivido, con esa persona. Dejamos de ser tal y cómo éramos antes de ese alguien. Aunque no nos demos cuenta, nos ha cambiado.

Así que nadie puede pedirme que olvide. Que avance sin mirar atrás. Porque no he de mirar atrás. Simplemente está en mí.

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A veces me salen momentos de hace años; otras, de hace meses o días, para después todo calmarse y quedar pausado durante un tiempo. Personas que estuvieron y se marcharon. Algunas dejaron sólo un par de piezas. Otras, piezas brillantes y de colores. Y hay quien casi llenó la mitad de mi mosaico. Cosas buenas, cosas malas, noches de lametazos, días de anhelos, ganas calladas y penas gritadas. Todo.

Me llega una tarde en Ikea.  Saltar por la habitación. Mañanas de resaca y mañanas de café. Desabrocharle la camisa en el ascensor. Reír hasta llorar o llorar hasta dormir. Todo está ahí, anotado.

Por eso hay canciones que ya no me dejo escuchar. Nombres que fueron los favoritos. Películas pendientes por ver y viajes planeados dispuestos a hacer.

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Hay quien dice querer a lápiz. Para luego poder borrar y que nada haya ocurrido. Como si darte, hablar o confesarte a alguien no marcara. El lápiz se borra, sí, pero siempre queda la hendidura que se ha hecho sobre el papel. Aunque no se quiera, siempre se quedará algo grabado.

En cambio, yo prefiero vivir y querer a tinta. Hacer tachones, anotaciones. Arrugar y manosear el papel. Mancharme los dedos de boli negro. Hacer capítulos nuevos o repetidos. Dividirme la vida en cuadernos. En definitiva, querer a tinta.

Fotografías de Closer (2004) – Columbia Pictures