Se me ocurren muy poquitas cosas que me puedan arreglar más el día que recibir la noticia de que hoy (mañana, pasado, o el domingo) mi abuela va a hacer cocido. No negaré que alguna vez he pensado que el cocido de mi abuela es mi razón de vivir, el sentido mismo de la vida, porque con el corazón en la mano os digo que pocas experiencias he vivido yo más satisfactorias que ponerme hasta el ojete con esa deliciosa sopa, de sabor tan intenso, esos garbanzos de Fuentesaúco que se te deshacen en la boca, y esos rellenos que hacen que se me salten las lágrimas. Cuando como ese cocido disfruto tres veces: una desde que sé que me lo voy a comer hasta que llega el día, preparándome para el momento y evocando esos sabores y olores tan especiales; otra mientras lo como, por supuesto, que esta es la mejor parte; y otra después de habérmelo comido, cuando estoy tan llena que ya no puedo hacer nada durante el resto de la tarde porque toda la energía y sangre de mi cuerpo están concentradas en mi estómago en la bonita tarea de digerir.

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Después de haber desnudado mis sentimientos ante vosotros de esta manera podría llegar a entender que no os creáis ni una sola palabra de lo que os voy a decir ahora, porque no pretendo, con este artículo, otra cosa que no sea demostraros que, lejos de lo que muchos podemos pensar, comer no da la felicidad. El Nirvana no es una piscina de hamburguesas, no es flotar en una sopa de cocido, ni tiene nada que ver con nadar en una paellera repleta de arroz con cosas. Ni siquiera tiene nada que ver con las croquetas. Comer nos puede hacer pasar un buen rato, ciertos alimentos estimulan nuestro paladar casi al mismo nivel que una lengua podría estimular nuestro clítoris. Pero no caigamos en el error de confundir el placer  momentáneo con el bienestar. 

Durante varios años abusé de la comida como si de una droga se tratase. No estaba pasando por un buen momento personal, típico. Así que como no era capaz de encontrar la satisfacción personal en ninguna faceta de mi vida escogí la vía rápida y empecé a darme satisfaccioncillas con aquello que, según yo tenía entendido, me hacía pasar un buen rato: las bolsas de doritos, las chocolatinas, el milka con oreo, las tarrinas gigantes de helado, las pizzas congeladas y los minicruasancitos esos rellenos de cosas. ¡SURPRISE BITCH! Comer todo el chocolate que me era posible no me hacía feliz ni tan siquiera durante unos segundos, sino que me dejaba más triste, frustrada e impotente de lo que jamás me había sentido.

Por suerte (para mí) un día me planté y me dije «hasta aquí hemos llegado». Lo puse todo de mi parte para aprender a comer y, lo más importante, para entender por qué comía así, y año y medio después puedo decir que olé mis cojones porque ahora mi vida no será peor o mejor, pero funciona de otra manera completamente distinta.

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Ahora me como un cocido, y lo disfruto. En mi casa siempre hay dos o tres tabletas de distintos chocolates, y de vez en cuando me gusta coger un pedacito del que más me apetezca en el momento, y me encanta. Y si tengo que salir de tapas con mis amigos, salgo, y si tengo que pasarme la mañana buscando en internet recetas de las mejores ensaladas de cara al verano, lo hago. Y todo esto me sale bien solamente porque tengo cien por cien claro que comer no me va a hacer más feliz. Comer es, simplemente, algo que necesito hacer para estar viva, y algo que necesito hacer bien para estar sana.

Lo que realmente me hace feliz es saber que si un día voy con una amiga a hacer la compra y sin darme cuenta me quedo embobada mirando las cajas de bombones de Lindt (mmm… ¡mis favoritos!) que decoran la línea de cajas, y ella me dice: «¡pero no las mires así y cómprate una!», yo le puedo contestar que de ninguna manera, y que cuando ella insista y me vuelva a decir: «¡hay que darse una alegría, no hay que estar toda la vida a dieta!», yo podré contestarle que una caja de bombones de Lindt va a desatar a la comedora compulsiva que aún llevo y siempre llevaré dentro, así que prefiero no hacerlo porque me huelo yo cuánto va a durar esa caja en mi despensa. Y la felicidad me la habrá dado saber que he luchado por cambiar mi vida, que lo he conseguido, que sé que la tentación siempre va a estar ahí fuera, pero que tengo unos ovarios más gordos que todos los culos de todas las Kardashian juntas para saber cuándo me puedo dar un capricho y cuándo no, porque ahora ya sé qué es lo bueno para mí y lo que no, y encima se me da de puta madre ponerlo en práctica.

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