Soy de los que piensan que hay dos tipos de familias: la que te toca y la que se elige. En la que se elige están esas personas que la vida pone en tu camino y que, aún creyendo que no os conocíais de antes, vuestros corazones se saludan por primera vez como si fueran viejos amigos. Incluso aunque por vuestras venas no corra la misma sangre, el pacto de vida que tenéis traspasa las fronteras de lo racional. Para mí, y estoy seguro de que para vosotros, estas personas también son parte de mi familia.

Hoy os voy a hablar de una de esas personas. Él tiene nombre de ciudad y alma de mundo. Vino solo a España desde un país extranjero siendo aún un chiquillo, cargado de ilusión y de valor para buscar un futuro mejor para él y su familia, a la que dejó al otro lado del charco.

Han pasado tantos años desde que nos conocimos, tantos… Juntos hemos saltado sobre nubes al amanecer, hemos caído y salido de pozos oscuros, hemos hecho locuras inconfesables y vivido aventuras memorables, nos hemos abrazado y acariciado traspasándonos la piel, nos hemos ayudado sin pedir nunca nada a cambio. Nos hemos querido, nos queremos y nos vamos a querer sin mesura y sin cuestionarnos este amor incondicional. Él es parte de mí. Seguro que sabéis de lo que hablo.

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Siempre hemos vivido calle con calle en el centro de Madrid. Un día, estando sentados en el sofá de mi casa hablando de nuestras cosas, de repente se quedó callado mirándome muy fijamente a los ojos y me lo dijo: “Cariño me voy de Madrid, y de España. Vuelvo a mi país”. La vida son etapas me dijo, y era hora de empezar una nueva. Echaba de menos a su país, a su madre y a sus hermanos, y ya eran casi diez años los que llevaba alejado de ellos. Sin dejar de mirarme a los ojos siguió: «¿Sabes qué Miguel? A la vida hay que echarle huevos. Y si algo sale mal me sé el camino de vuelta hasta aquí, ya lo hice una vez».

¿Sabes cuando te cuentan algo que va a pasar, pero no quieres que pase, y lo tienes guardado en un cajón de tu cabeza sin hacerle caso porque crees que si no le haces caso no va a ocurrir? Pues eso fue lo que hice yo. Y pasaron los días, y las semanas, y llegó la noche antes de su partida. Él vino a mi casa cargado de recuerdos que nunca iban a irse, y de cosas que no iba a llevarse y que quería que le guardase. Y fue en ese instante, cuando le vi en el marco de mi puerta llevando las bolsas con una sonrisa algo torcida, el momento en el que fui consciente de que se iba de verdad. De que su casa al otro lado de la calle ya no iba a ser su casa, de que los domingos él ya no estaría para pasear juntos por la Gran Vía camino del cine, de que a Madrid le iba a faltar un trozo, le iba a faltar él.

Nos tumbamos en mi cama mirándonos a los ojos muy de cerca con las manos entrelazadas, recordando tantos y tantos momentos juntos. Ninguno de los dos lloró, solamente sonreíamos recordando, porque todos los recuerdos juntos eran preciosos. Pasado un buen rato nos levantamos, nos dimos un fuerte abrazo, él salió y la puerta se cerró detrás de él. Y una vez me quedé solo en casa sí lloré. Lloré durante una hora entera. No lloraba de pena, lloraba porque las lágrimas limpian y si no lloras estas cosas al final te salen charcos en el alma.

Han pasado los años y, aún en la distancia, seguimos afianzando nuestra amistad, nuestra familia elegida. Sus cosas siguen en mi armario, que es suyo. Y él sigue en mi corazón, que es suyo también.

Esto va dedicado a todas aquellas personas que se van lejos de sus hogares para buscar una vida mejor. Dedicado a todos aquellos que se arman de valor y dejan atrás a sus seres queridos para lanzarse a la aventura y encontrar su lugar en el mundo. Dedicado también a todas aquellas personas que les reciben con los brazos abiertos y les hacen sentir parte de sus familias. Y en especial dedicado a ti Washington, que aún siendo tú el extranjero en mi tierra, me hiciste sentir a mí parte de la tuya.

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