Tenía veintiún años. Eran las tres de la mañana y yo iba… bolinga. Así, por decirlo de una manera más cuqui que “con una mierda como un piano”. Era una fiesta en casa de alguien muy al rollo americano. Lo que se planteaba como una reunión de amigos con música muy alta y un par de botellas se convirtió en un hervidero de gente que no conocíamos. Estaba siendo genial. Hasta que…

Juraría que no vino a raíz de nada. Creo, sinceramente, que yo no di pie a aquel comentario y que fue la otra persona, motu proprio y dentro del pedo que llevaba, la que consideró que yo necesitaba un consejo sobre mi alimentación.
– Creo que deberías dejar de comer por las noches. ¿Por qué no cenas cereales integrales? Así adelgazarás.
La fiesta se terminó ahí para mí.
Han pasado diez años desde ese comentario y sigo acordándome más a menudo de lo que quisiera. Y hay dos cosas que me llaman mucho la atención sobre ello: una es que aquella chica consideró que yo necesitaba ayuda externa porque no era delgada como ella. La otra es que yo dejé que aquello me afectase.

En los últimos años he recibido montones de consejos que no pedí. Y no estoy hablando de lo que otras personas comentan cuando yo estoy expresando mi inconformidad porque lo que a otros no les engorda para mí signifique un cataclismo en la báscula. Me refiero a estar hablando de maquillaje y que alguien te recomiende ir a una clínica especializada en obesidad. Así. Eso me pasó una tarde en la latina hace algunos años y me dio entre risa y rabia. Bendita cerveza en cantidades diabólicas; aquella tarde me salvó de ir a la cárcel por arrancarle la cabeza a alguien.

Soy consciente de que muchos de esos comentarios vienen de la mano de la mejor de las intenciones. Esas personas opinan al verme que necesito ayuda y tratan de dármela. Sin embargo, es posible que tengamos que dedicar la vida a follar más y a meternos menos en lo que hacen o dejan de hacer los demás. En ocasiones opino sencillamente que la gente prefiere pararse a “solucionar” cuestiones ajenas antes de enfrentarse a aquellas cosas que no aceptan de sí mismos.

He reaccionado bastante mal durante toda la vida a cualquier mención sobre mi peso, eso es verdad. He llegado a salir de un despacho dando un portazo porque un jefe tuvo a bien hacer una broma de mal gusto sobre mí y unos bombones desaparecidos. Y lo que me molesta, que conste, no es que apunten a la evidencia de que tengo carne a la que agarrarse. Lo que me molesta es que para esta gente sea algo tan sumamente importante. Porque además de carne, tengo piel, pelo, labios, ojos, ideas, proyectos, sueños y soy una de las personas que más a gusto se ríen del mundo. Siento ser víctima de mi apariencia por imposición externa.

Una vez un chico me dijo que si yo hubiera sido delgada probablemente lo nuestro hubiera sido muy distinto. En aquel momento eso me hundió y hizo que me odiara un poco, pero el tiempo no pasa en balde y gracias Dios, a día de hoy me alegro y mucho de no haber sido como a él le hubiera gustado, porque al menos la talla de mi pantalón me salvó de que me hicieran más daño. Quién iba a pensar que mi flotador de la felicidad sería un airbag contra indeseables. Ya sirve para dos cosas; la otra es apoyar los codos cuando leo.
He llorado pocas veces en la vida por pesar más que los demás y casi todas las veces que lo hice fue durante mi adolescencia, en la que creo que está permitido llorar por lo que quieras con tal de relajar un poco de presión hormonal de tu interior. Si está permitido berrear porque tu madre ha grabado «El diario de Patricia» encima de la actuación navideña de los Backstreet Boys, se ha abierto la veda.

Pero a esta edad ya no quiero más de aquello. No me gusta la inseguridad que provoca sentirme incómoda por lo que vayan a pensar los demás de mi aspecto. Ya no me apetece dedicar ni tiempo ni energía a meditar sobre lo que la gente  pensará de mí. Porque ahora, los “lo que tienes que hacer” y “yo de ti…” siguen repateándome, pero casi no los oigo, como si bajara mi capacidad auditiva cuando el cerebro entiende que ahí viene un consejo que no pedí.

Así que a partir de ahora me preocuparé de estar sana, ser feliz, reírme a gusto, llorar como ejercicio catártico, hacer lo que más me gusta, ver a mi marido sonreír porque le encantan mis tortitas de parmesano y tomate seco, jugar con mis gatos, cuidar a mis amigos, besar mucho, decir te quiero y tratar de ser cada día mejor persona, que para eso no existen tallas. He dicho.

He dicho
He dicho