Hollywood nos ha enseñado que toda mujer (heterosexual, como son las mujeres en Hollywood) tiene «un hombre de su vida». Lo hemos aprendido en películas sobre mujeres que perdían la esperanza después de muchos fracasos amorosos pero al final ese hombre perfecto llegaba, otras veces en películas en las que la mujer ya está casada pero un día aparece ÉL y toda su vida se desmorona, y qué decir de todas aquellas películas en las que la protagonista lo tiene delante de sus narices pero tienen que pasarle muchas cosas para que se dé cuenta de que su compañero de trabajo es su verdadero amor.

¡Culpable! Yo me llegué a creer toda esta historia de que cada persona está destinada a otra, el famoso cuento de la media naranja. Y he pasado muchos años de mi vida luchando por encontrarlo y probando todo aquello que estaba dentro de los márgenes de la ley. Hubo un tiempo en que incluso llegué a estar triste porque yo no era capaz de encontrar a nadie que me gustase, pero por suerte vuelvo a estar en ese punto en el que no le doy tanta importancia a seguir soltera. Ya llegará. No tengo ninguna prisa.

Pero me he dado cuenta de una cosa: mentiría si dijera que cuando un nuevo hombre ha llegado a mi vida con alguna posibilidad de convertirse en «Él» (parece que estoy hablando de Jesucristo, con tanta É mayúscula, pero solo quiero enfatizar la importancia de ese él que no sabemos quién será pero que es más importante que el resto de «ellos») el pobre ha tenido que verse obligado a pasar por un examen comparativo. Porque me he dado cuenta de que hombre que conozco, hombre que comparo con alguien que, para mí, es el hombre perfecto: ¡mi mejor amigo!

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A mi mejor amigo debo conocerlo desde años inmemoriables. Y digo lo de «debo conocerlo» porque lo conocí dos veces, y de la primera ni me acuerdo: esa primera fue en el colegio, ya que fuimos juntos durante más de diez años al mismo colegio de monjas, y la segunda fue en la universidad. En el colegio lo conocí como «un chico un poco rarito», y, sobre todo, ¡un chico más pequeño que yo! (qué pereza) que estaba por allí y que me interesaba menos que todas las ediciones de Supervivientes juntas. En la universidad lo volví a conocer como «oh no!!!! No me puedo creer que el pesado de mi colegio y yo hayamos ido a coincidir en estas asignaturas de libre elección que me he cogido de comunicación audiovisual».

«Gracias» a esas clases (pelín insufribles) que compartimos en la universidad, comenzamos a conocernos y pronto descubrimos lo hermanas gemelas separadas al nacer que éramos. Ya no es solo que compartamos gustos, aficiones, filosofías de vida y amor por los penes. Es que yo no me puedo imaginar mi vida sin él. Es que yo no sería quien soy ahora mismo si no hubiera sido por él. 

love you

Con mi mejor amigo no me puedo casar (aunque no descarto la posibilidad de que acabemos los dos en un piso «de soltera» conviviendo con… no con gatos porque él es alérgico, pero sí con muchos Power Rangers y Sailor Moons, y hasta con bebés reborn, si se nos termina de ir la pinza) porque nuestra orientación sexual nos lo impide. Así que yo sigo empeñada en encontrar un hombre al que llevar al altar (que yo me caso por la consumación, no porque me haga ilusión llevar velo) y en cada intento fallido me veo a mí misma preguntándome «¿pero por qué este tampoco me acababa de gustar? ¿Es que no hay ningún hombre ahí fuera para mí?», triste y desolada, sin saber si cardarme o suicidarme, hasta que me doy cuenta de que jamás encontraré al hombre de mi vida porque ya lo tengo: porque mi mejor amigo es el verdadero hombre de mi vida.