Voy a empezar este artículo agradeciendo a todas esas mujeres que han sentido la llamada de eso que se conoce como instinto maternal, su dedicación a la hora de perpetuar la especie (y no me refiero a la parte divertida del proceso precisamente), sin ellas no habría quien pagara nuestras pensiones el día de mañana (siempre y cuando el sistema de pensiones y el Estado de Pseudo-Bienestar sigan intactos, asunto que, tristemente, dudo mucho) y demás tópicos relacionados con la idea de ser madre. Me parece de admirar ese sentido de la responsabilidad y del sacrificio que supone traer vida a este mundo. Pero yo no estoy en esas y no creo que vaya a estarlo nunca, he descubierto que soy de la generación NoMo y a mucha honra.

Lo reconozco, no me gustan los bebés (abucheos); mi reloj biológico debe estar estropeado porque os juro que mi útero ni se inmuta cuando ve un crío cerca y estoy hasta las narices de que la gente me mire mal cuando digo que yo solo quiero ser madre de perretes. Nunca he sentido la llamada ni de ser madre, ni de meterme a monja; en otros tiempos me habrían quemado en la hoguera por brujería o algo peor. Cuando era pequeña odiaba profundamente jugar con el único Nenuco que tenía y ahora, que tengo 31 años, me siento como una verdadera outsider cuando me hablan de pañales, lactancia y demás artes maternales (que no marciales) y siento verdadero pavor cada vez que me ofrecen coger en colo (en el regazo para los no gallegos)  a un recién nacido porque no tengo ni idea de qué hacer con ellos.

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Como se supone que la meta en la vida de cualquier mujer hecha y derecha tiene que ser  formar una familia con prole (porque claro, es algo natural), las que somos así tenemos que soportar comentarios de lo más afortunado. «Ahora te toca a ti, que ya estás en edad», «A ver cuándo te animas», «Ya te tocará, ya» o el que, personalmente, más me jode: «Serías una madre tan guay». Es horrible tener que dar explicaciones así que he optado por sonreir y hacer caso omiso, aunque por dentro esté pensando: «¿PERDONA? Estamos en pleno siglo XXI y las mujeres ya no tenemos la obligación moral de ser madres para sentirnos realizadas o socialmente aceptadas, gracias».

Pero ¡eh! me hacen mucha gracia los niños (no estoy tan muerta por dentro), un ratito y así de lejos. Tengo una sobrina de dos años y medio a la que quiero con locura. La verdad es que, y no es porque sea mi sobrina (mentira), es una muñeca listísima y muy simpática. Pero llevo deseando que sea mayor desde que nació para llevarla al cine a ver todas las películas de Disney, dejarle comer todas las palomitas que quiera y financiar todas sus actividades artísticas. En una palabra: malcriarla, que para eso están las tías y yo voy a ser, cuando me toque la lotería o algo, una auténtica PANKS (Professional Aunts with No Kids). 

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No, no tengo ninguna intención de ser madre y eso no me convierte ni en Herodes, ni en una mujer de segunda porque, al contrario de lo que pueda parecer, es una decisión muy meditada. Habrá quien me considere una egoísta, me la suda y no seré yo quien le robe la ilusión pero, por suerte o por desgracia, tengo la capacidad de decidir por mí misma lo que quiero hacer con mi cuerpo y con mi vida en general. Prefiero ser tía, una tía muy guay y enrollada; así me ahorro las noches en vela, las rabietas  y, sobre todo, la pubertad.