Es que no puedo ¡no puedo! Demasiadas preocupaciones para tan poca cabeza. Si la vida adulta es una mierda, la vida adulta con hijos en edad escolar es un mojón con pelo del tamaño de Saturno. Con sus anillos de caca y todo.

Y a mí no me da para más. Bastante me cuesta conciliar la vida familiar con la laboral, como para encima añadirle la escolar. Y eso que mis hijos son pequeños, el niño va en tercero de primaria y la niña en el último de infantil. Aun así, me encuentro con que, entre la colada y la cena, me tengo que encargar también de supervisar una manualidad a tope de cola blanca y unas operaciones de matemáticas para las que ya no me siento segura sin calculadora. ¿Cuántas veces puedes decirle a un niño de ocho años que ya le dirá su profe si las divisiones están bien, sin que se entere de que no sabes dividir entre dos cifras?

Joder. Toda la infancia deseando ser mayor ¿para esto? Nadie me avisó de que iba a ir al cole dos veces, coño. O tres. Aunque haber olvidado todo lo aprendido es el menor de mis problemas. No es eso lo que más me altera. Es ese cartón de 47.52×87.21cm que el niño tiene que llevar para no sé qué movida. El artículo del periódico que tiene que recortar uno de los dos (ya no recuerdo quién). Es la mochila viajera (cada uno trae la suya una vez por trimestre). El libro que trae la pequeña cada viernes y que debe ser devuelto los jueves, so pena de dejarla sin el del viernes siguiente si no lo lleva a tiempo. Una vez me olvidé de meterlo en la mochila, no veáis el DRAMA.

 

Es esa mascota de la clase, que se viene a pasar una semana a casa. ‘Cuidadla bien’ pone en la hoja con las instrucciones. Gracias, sin presión, eh. Es la excursión del finde en familia para recoger al menos diez tipos de hojas diferentes. Es ese libro viajero en el que hay que escribir alguna historia, añadir fotos, un dibujo del niño en cuestión, una maqueta del Challenger, una bola de Dragón y 250gr de gluten del Mercadona. Y tienes de plazo el fin de semana, ojo. O esos frutos de temporada que podemos ir a recolectar todos juntos de forma VOLUNTARIA. Nota: mis hijos no interpretan esa palabra. Si la profe dice que pueden llevar unas castañas, entienden que tienen que llevar castañas. Y, sí, lo confieso, las castañas que lleven vendrán del supermercado. ¡Y ni siquiera las habremos comprado en familia!

 

En serio, queridos profesores de mis hijos: ¡¡No puedo más!!

No mandéis tareas para la familia, por favor. Y, sobre todo, no me mandéis a los niños con objetos susceptibles de estropearse, ¡lo suplico! ¿Soy la única a la que le genera una tonelada de estrés? Es demasiada responsabilidad, me mata. ¿Cómo repongo yo a la Salamandra Sandra si, como tantas cosas en mi casa, termina desapareciendo? ¿O si alguien le hace un trabajito de corte y confección? ¿Qué hago si alguien derrama una jarra de agua sobre ese libro lleno de las valiosas aportaciones artísticas de los padres de los compañeros de mi hija?

 

Y ese folio de instrucciones en el que nos dan un plazo de entrega y una advertencia sobre el estado en el que debe ser devuelta la mochila viajera de las narices, el libro de proyectos o la maldita Salamandra Sandra no ayuda nada. ¡Ya sabemos que no debemos romper los libros ni pintarrajearle los topitos esos tan monos al bicho ese!

Pero, francamente, preferiría no tener esa presión encima. Por favor y gracias.

 

Una madre estresada

 

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