Me enamoré de ti en el mismo instante en que te vi, pero no me di cuenta en el momento porque no sabía nada del amor ni de la vida.

Tú pensaste que sería un divertido rollito de verano, porque tampoco sabías nada.

Éramos unos niños felices y despreocupados, tú con tus pelos y tu chulería de chico rebelde que se sacude las chicas de encima, yo con mis pintas indescriptibles, inseguridades y ganas de encontrar mi sitio en el mundo.

El verano en que nos conocimos fue el más rápido de la historia, desde esa noche de San Juan hasta que recogiste tus cosas de vuestra casa de veraneo a primeros de septiembre, pasaron solo unas horas.

Y aun así te dio tiempo a decirme te quiero.

A mí, tu rollo de las vacaciones.

A esa niña cuyos labios no habían besado a nadie hasta que se toparon con los tuyos.

Esa que volvió al colegio sabiendo besar y contando las horas para que llegara cada viernes y el autobús de las cinco le trajera su dosis de amor.

Porque nuestro amor de verano no quiso morir en septiembre. Se negó, se hizo fuerte. Se hizo inmortal.

Éramos la pareja perfecta y lo supimos desde el principio.

Pasaríamos a la historia como tal, se harían canciones sobre nosotros.

Sobrevivimos a varios años viviendo en ciudades distintas, queriéndonos en la distancia, escribiendo en nuestras libretas del instituto cartas que recibíamos y leíamos días después de haber hablado lo mismo por teléfono. Arruinamos a nuestros padres con larguísimas llamadas finalizadas con los típicos te quiero y cuelga tú. ¡Qué tarde nos llegó internet!

Y más tarde aún nos llegaron las compañías aéreas low cost. Aquellas nueve horas de autobús pasaban en un suspiro porque el corazón nos saltaba en el pecho con la ilusión del encuentro, pero a la vuelta ya era otro tema, y no sólo porque volviéramos con él medio estropeado.

Vivíamos de nuevo en la misma ciudad cuando se generalizó el uso de los móviles, pero vaya si los usábamos. Sin embargo, no teníamos suficiente con la proximidad y la tarifa plana, y, aunque tú estabas empezando a hacerte un hueco en el mundo laboral, y yo todavía estaba estudiando, necesitábamos vivir juntos. Teníamos poco más de veinte años, pero, lo necesitábamos y nadie en nuestro círculo se extrañó cuando anunciamos que nos casábamos. Casi nadie preguntó si me había quedado embarazada (casi).

¿Sabes ese estado de felicidad y paz interior que se apodera de ti cuando estás de vacaciones en la playa y tu máxima preocupación es decidir si te das un baño o te echas una siesta?

Así era la vida contigo.

Claro que teníamos problemas, pero tú siempre lo hacías todo fácil. Y si algo era tan difícil que ni tú podías hacerlo más llevadero, daba igual, porque juntos podíamos con todo.

Era sencillo querernos de esa forma tan perfecta cuando el río de la vida en el que navegábamos tenía un caudal estable y tranquilo, pero la cosa se complicó cuando en el barco ya no íbamos solo tú y yo.

Conforme hemos ido añadiendo compañeros de viaje los momentos de zozobra han ido aumentando. Empezamos a discutir en una semana lo que antes nos llevaba años.

Nunca me he sentido tan sola como cuando estamos enfadados y el orgullo, las prisas o la propia falta de tiempo, no dejan lugar a la reconciliación. ¿Recuerdas cuando nos prometimos no irnos a la cama enfadados? ¿En qué momento rompimos esa norma? No logro recordarlo.

 

Sin embargo, recuerdo perfectamente todas y cada una de las cosas que me hicieron perder la cabeza por ti. Las recuerdo porque las sigo viendo en el hombre que eres actualmente, porque debajo del traje, del estrés, de los disgustos y de las preocupaciones, sigue estando el chico chulito del corazón de oro que me hacía vivir en una película de Netflix permanente.

Si en algún momento yo no lo encuentro, la niña tímida y absolutamente enamorada que vive en mí se encarga de mostrármelo. Es ella la que te envía un whatsapp desde el trabajo contándote una chorradita que me muero por comentar contigo, pero que no llegamos a hablar en casa porque el día anterior discutimos y nos pusimos dignos. Es ella la que te susurra ‘Ten cuidado’ cuando sales por la mañana y tienes kilómetros por delante, aunque no nos hubiéramos dirigido la palabra en las últimas veinticuatro horas.

Echo de menos lo que éramos, pero quiero lo que tenemos ahora y que tanto nos ha costado alcanzar. De modo que te propongo una cosa: hagamos borrón y cuenta nueva. Pongamos a cero nuestros contadores de mierda y quedémonos sólo con lo bueno. Incorporemos a nuestras vidas a los dos chiquillos que fuimos, dejémosles amarse como solo ellos saben y recurramos a su inocente y pura sabiduría cuando nuestros yo de la adultez pierdan la paciencia y la perspectiva.

Usémoslos para recordarnos lo que somos tú y yo juntos cuando el cansancio y el resentimiento nos nublen la razón y nos encontremos arrojándonos mutuamente los cuchillos que deberíamos lanzar a la rutina, el tedio y la vorágine agotadora de las responsabilidades del día a día.

Y es que quizá nunca fuimos la pareja perfecta que creíamos ser, pero ¿acaso existe algo verdaderamente perfecto?

Tal vez lo nuestro sea imperfecto, pero fue, es y será grande, maravilloso e inolvidable.

Y puede que no se vayan a escribir canciones sobre nosotros, pero yo quiero pasar toda mi vida cantando y bailando contigo.