Todo empezó con la tontería de ser la nueva y la benjamina en la oficina. Sabía que contaba con algo que nadie de las que trabajaban allí tenían: juventud, desparpajo y simpatía; pero lo que no sabía era que tan buenas virtudes “jugarían” en mi contra con el Director de esta.
El caso es que, pasados unos 3 meses desde mi incorporación, la relación laboral con el Director se iba afincando cada vez más, todo con un halo de cordialidad y amabilidad que yo sentía normal por ser la nueva. Era mi primer trabajo y en él veía a una persona de confianza y un apoyo dentro de la oficina.
Lo “peor” de toda la situación era que todos compartíamos el mismo denominador que hacía posible que la familia disfuncional que habíamos creado funcionara: Todos estábamos solteros.
Un lunes, previo al martes festivo de carnaval, salimos todos de la oficina temprano, como era costumbre dada la fecha, y dijimos de ir a tomar una cañita para quitarnos el “estrés”. En aquel momento solo estábamos 4; con lo que era una y para casa. Fuimos al bar de confianza, y se pidió la primera ronda, y la segunda y hasta una tercera. En eso la conversación derivó en quién saldría esa noche a darlo todo por la ciudad, a lo que los cuatro nos miramos las caras porque ninguno tenía plan. Entonces fue cuando el silencio habló por todos: íbamos a quedar los 4 esa noche para echar una pachanga.
Unas horas después me pasé por casa del Director, ya que me quedaba de camino de vuelta a la ciudad para la fiesta, para dejar mi coche que estaba un poco tonto aquel día y no quería que me dejara tirada sin poder volver a casa. Por esto, quedé con el Mister de pasarme por su casa, dejar mi coche y que él me llevara en el suyo.
Pasamos una noche de locura. Bebimos. Reímos. Bailamos. Vacilamos. Yo me lo estaba pasando en grande con aquella panda. Pero las 4 de la mañana llegaron muy pronto, y el cansancio, el bebercio y el madrugón de ese mismo día para ir trabajar estaban acabando con mi body. Con lo que con ojitos de bebé desesperado por dormir le dice al Director que por mi valía, y que en cuanto él quisiera nos íbamos. A lo que él contestó un sí rotundo, y acabándose la copa de pelotazo, nos despedimos de los otros compis y nos fuimos.
He de reconocer que me iba durmiendo en el coche, no podía más. El camino se me hizo corto. Aparcó cerca de mi coche, y nos dimos dos besos y un hasta mañana. Abro la puerta del coche (medio muerta), y me dice: “Oye, ¿estás bien para conducir?, ¿por qué no subes a casa y te echas un poco en el sofá y te vas cuando quieras?” Señor@s, yo sé que en esas circunstancias tod@s podemos intuir lo que va a pasar. Pero es que en aquel momento mi cabeza estaba muerta. Mi cerebro no estaba pensando en nada más que en dormir una horita al menos. Entonces claro, cuando escucho aquella propuesta taaaan apetecible; me lancé y le dije que ¡sí!.
Subíamos en el ascensor desde el parking y podía notar su cara de pícaro, pero repito que yo en aquel momento estaba demasiado dormida como para procesar caras. Llegamos a su casa, me hace pasar (al pasillo), y empieza a vaciarse los bolsillos. Yo mientras aprovecho para quitarme los tacones e intentar echar un ojo para localizar el sofá prometido. En esto que me giro como para preguntarle por el salón, y el Mister se vuelve hacía mi y me planta un morreo increíble. El tonteo había estado presente toda la noche, pero os juro que aquello sí que no me lo esperaba; con lo que muy pudorosa, me aparté y le digo “¿¿Pero qué haces??” “Pues lo que llevamos deseando hacer toda la noche”. En serio en aquel momento desperté completamente, y es que al cab** no le faltaba razón. Ya eran 4 meses de tonterías y piques diarios, y aquella noche el subir a su casa era la excusa perfecta para que se lanzara y para que pasara lo que AMBOS llevábamos sembrando desde el principio.
Después de pasar una de las mejores noches que recuerdo, nos despertamos al día siguiente analizando lo surrealista de aquel panorama. Pensando en lo que pensarían los demás si se enteraran. Al final llegamos a un pacto de silencio, en el que los dos callaríamos por motivos obvios, y sin descartar la repetición.
Lo más raro vino al día siguiente. El encuentro en la oficina y el disimular ante los demás que no había pasado nada. Afortunadamente, él lo hizo muy sencillo y nada raro. Asumimos que primero éramos compañeros de trabajo, y después “amantes” esporádicos.
Hoy en día, y después de dos años trabajando juntos, y de un revolcón; seguimos trabajando como si nada hubiera pasado, y ni hemos vuelto a mencionar aquello.